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«El rincón más querido de todas mis nostalgias». Una lectura ecocrítica de la poesía de Elsa López

José María García Linares

 

 

 

1. EL ENFOQUE ECO-CRÍTICO

 

Planteemos la primera cuestión. ¿Qué es un texto ecológico? Algunas de las posibles respuestas aparecían recogidas por Lawrence Buell (1995: 7) en su ya clásico estudio The Environmental Imagination. Para Buell la clave está en el uso de la naturaleza, es decir, en los textos auténticamente ecológicos la naturaleza no se usa solamente como escenario o marco idílico. Al contrario, es absolutamente imprescindible tener en cuenta cómo la historia de la humanidad coexiste con la historia natural, entendida esta como un proceso dinámico que debe ser valorado por el ser humano en términos éticos [1]. Los intereses de la humanidad, por tanto, no serían los únicos intereses legítimos. Como sostiene White (2011:375), los textos ecológicos son aquellos a través de los cuales sus autores manifiestan un conocimiento profundo de un lugar específico porque «es así que se generan la afectividad y el compromiso moral con el medio ambiente».

 

Este conocimiento sobre los espacios resulta decisivo, puesto que solo sabiendo nombrar la diversidad es posible hacerse consciente de la misma. La capacidad para distinguir entre especies, reconocer sus diferencias, descubrir los vínculos entre ellas y todo el sistema de relaciones que configuran un ecosistema se convierten en la piedra de toque de una eco-poética responsable [2]. Como señala Bate (2000: 15) “«a eco-poética despierta de nuevo la magia pre-científica de poder nombrar las cosas», y este nombrar será la piedra de toque de nuestro estudio, puesto que no solo sabemos por Juan Ramón Jiménez que el poeta es un ser condenado a nombrar, sino que también la indagación a través del nombrar poético es el verdadero lugar de los poetas (Alegre Zahonero, 2017: 335-396).

 

Como señala Glotfelty (1996: XVIII), la ecocrítica «es el estudio de las relaciones entre la literatura y el medio ambiente». Surge en un momento determinado también como respuesta a los planteamientos esencialistas como los de Harold Bloom y a la desvinculación de la calidad estética de la obra del contexto en el que se genera, como si los textos no fueran producto de un tiempo concreto o de unas condiciones concretas de producción, en definitiva, como si los textos no fueran productos de una historia determinada. 

 

El enfoque ecocrítico, como sostiene Binns (2004: 17), supone, como en su día el marxismo y el feminismo, una ruptura con nociones como la de autonomía del texto literario, a la vez que es una llamada a examinar nuevamente las relaciones entre la obra literaria y el entorno. Esta llamada, además, va dirigida hacia cierto activismo, al despertar de la conciencia y a la denuncia de un mundo inaceptable, agotado en sus recursos, en plena crisis ecológica. De la misma manera, esta literatura ecológica se aleja del antropocentrismo y el egoísmo modernos, apostando por un ecocentrismo en el que el yo dejaría de percibirse como entidad superior al resto de su entorno. El giro ecocentrista supone, entonces, poner el foco de atención en toda esa red de relaciones que permiten que el ser humano pueda desarrollarse como una especie más en un ecosistema determinado, teniendo muy presente que somos siempre seres situados, es decir, nuestro ser siempre ha sido y siempre será un estar, a pesar de los olvidos a lo largo de la historia. Los entornos no son espacios desnaturalizados y, así, formar parte de un lugar es habitar un espacio lleno de significaciones, de especificidades y valores, como defiende Buell (2001:59).

 

Como escuela de crítica literaria o género de estudios literarios, la ecocrítica surge a partir de los años 90 en Estados Unidos e Inglaterra. Evoluciona a través de las conocidas tres oleadas. Campos López (2018: 70) hace una síntesis muy valiosa sobre los elementos más significativos en cada una de ellas. La primera oleada, durante los años 80, se centra en la escritura de la naturaleza, en lo salvaje, en las relaciones entre mujeres y ecosistemas; la segunda, bien entrados los 90, pone el foco de atención en los medios de comunicación y los géneros literarios, la ecología urbana o la justicia medioambiental. La última de ellas, la tercera ola, desde el año 2000 desarrolla un enfoque transcultural y que sitúa a la especie humana en conexión con el resto de seres vivos, además de atender a las nuevas variedades de ecofeminismo, las nociones de animalidad y las diversas opciones para integrar la literatura en los movimientos activistas en defensa del medioambiente. Como escuela de estudios literarios, Campos López señala que la ecocrítica «insiste en establecer conexiones y relaciones entre seres, especies, disciplinas, textos y lecturas; al tiempo que busca un compromiso ideológico, combinando teoría y crítica con la actividad creadora, docente y activista». Por eso es conveniente hablar de ecocríticas, en plural, puesto que son muy variadas las aproximaciones según se hagan desde la estética, la ciencia, la historia, la filosofía, la política o la economía, por ejemplo. 

 

Es en esa red de relaciones de la que hablábamos más arriba en la que pondremos nuestra atención en las siguientes páginas, en el sentido del arraigo a los lugares, a la importancia del paisaje como entorno de vida, y siempre a partir de los textos de la poeta Elsa López.

 

 

 

 

2. EL NOMBRE EXACTO DE LAS COSAS

 

Unas breves notas bio-bibliográficas para comenzar. Elsa López (Guinea Ecuatorial, 1943) es catedrática de Filosofía, antropóloga, guionista, agente cultural y editora. Es, además de narradora y ensayista, autora de una quincena de poemarios a través de los cuales ha construido una de las voces más sólidas y reconocidas de la última poesía en lengua española. Ha sido galardonada con el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla por su obra El amor imperfecto, en 1987; el Premio Internacional de Poesía Rosa de Damasco por La fajana oscura, en 1989; el XII Premio Nacional de Poesía José Hierro en 2001 por Mar de amores y el XIII Premio de Poesía Ciudad de Córdoba Ricardo Molina, en 2005, por la obra Travesía. En 2003 se publica en un solo volumen toda su poesía, desde 1973 a 2003, bajo el título A mar abierto y, posteriormente, ven la luz nuevos poemarios como el citado Travesía (2005), Viaje a la nada (2016) y Últimos poemas de amor (2018). Su obra ha sido recogida en numerosas antologías, entre las que nos gustaría destacar la realizada por Sharon Keefe Ugalde, En voz alta. Las poetas de las generaciones de los 50 y los 70, que reivindica la figura de Elsa López como una de las más significativas del panorama poético español de las últimas décadas. 

 

Como señala García Fierro (2014) los temas más recurrentes en la poesía de Elsa López son «la nostalgia por el paisaje de la isla, el territorio de la infancia y un continuo transitar por el recuerdo». Nuestra poeta está muy vinculada a la isla de La Palma, en el archipiélago canario, primero por los años que vivió allí en su infancia y, seguidamente, por los vínculos laborales, literarios y vitales que la han seguido manteniendo tan unida a este pequeño espacio en mitad del Atlántico. 

 

En el libro Penumbra (1985), recogido en A mar abierto (Poesía 1973-2003) [3] López publica un texto que comienza:

 

Ha averiguado el nombre

que le ha correspondido

y se define ausente,

exiliada del sueño,

emigrante,

perpleja,

desgajada,

sin billete de vuelta.

(…)

(p. 88)

 

Las posibilidades de conocimiento y de autoconocimiento dependen de la capacidad que el personaje poético tiene para nombrar la realidad y para nombrarse. Desde el momento en que averigua cuál es el nombre que le corresponde es posible definirse como «ausente», «perpleja» o «desgajada». En el mismo libro, unos poemas más adelante, concluye otro texto en el que podemos leer:

 

(…)

(Ya no llora.

Que ha crecido por dentro

nombrándose a sí misma

con verbos imperfectos).

(p. 90)

 

Este personaje poético, trasunto del yo lírico, crece porque ha sido capaz de nombrarse a sí misma, y lo hace además como solo pude lograrlo el lenguaje, esto es, de forma imperfecta, incompleta. Crecer es nombrarse. Nombrarse es escribir y escribirse, y la escritura siempre es imperfecta, siempre es un intento de organización, de indagación, de búsqueda de un sentido que está haciéndose continuamente, es decir, que es inaprensible en su totalidad. Recordemos que, como señala Marrero Henríquez (2009: 20), la literatura dice también del mundo y que «al decir del mundo decide sus formalizaciones o, en otras palabras, no conviene dejar de lado la cualidad poética que late en la capacidad representativa del lenguaje». Pero esa búsqueda o indagación de la que hablábamos se realiza siempre contra otras posibles búsquedas, es decir, cuando se nombra una realidad siempre se realiza un ejercicio de oposición a otras posibles maneras de nombrarla. Porque detrás de las palabras hay siempre una ideología, una concepción del mundo.

 

Como señala Constantino Bértolo (2007: 129-132) entendemos por realidad un constructo social que los seres humanos construyen para auto-describir el campo de relaciones y actividades en el que se orienta y desarrolla su existencia como seres individuales y sociales. En consecuencia, al ser tal constructo, la realidad estaría condicionada en cada momento histórico por la correlación de fuerzas existente respecto a la capacidad de nombrar, entre los elementos sociales con capacidad de intervención en esa construcción. Bértolo concibe, así, la sociedad como conjunto social con capacidad de nombrar, esto es, la sociedad se manifestaría como sistema de comunicación y en esa comunicación residiría el núcleo fuerte de la construcción de la realidad. Si queremos, por tanto, construir y defender una nueva realidad respetuosa con el medio ambiente, tenemos que ser capaces de nombrarla, de narrarla, de crear un imaginario solvente que nos ayude a enfrentar la grave crisis ecológica que nos asola, sin perder de vista que la naturaleza como realidad precede al lenguaje. Como sostiene White (2004) la ciencia y la tecnología, por sí solas, no van a sacarnos de la crisis ecológica en la que vivimos, sino que se precisa de un orden simbólico o ideológico distinto. 

 

En plena era del Antropoceno [4] el relato se convierte en una cuestión crucial. Es, además, fundamental distanciarse de afirmaciones como las de Dobrin y Weisser (2002: 3) cuando sostienen que «no hay medio ambiente objetivo en el mundo de los fenómenos, no hay medio ambiente al margen de las palabras que utilizamos para representarlo». Quizás en otras décadas pudiera sostenerse, como lo hicieran los postestructuralistas, un discurso exclusivamente lingüístico en el que no existiría nada fuera del texto, como sostenía Derrida. Sin embargo, se hace necesario defender hoy, al menos desde la perspectiva ecocrítica, que la naturaleza tiene su propia razón de ser y que, indudablemente, es anterior al lenguaje humano. En este sentido nos parece muy esclarecedoras las palabras de Kate Soper (1995: 151) al afirmar que «no es el lenguaje el que tiene un agujero en la capa de ozono» [5], es decir, por mucho que el ser humano dé sentido al mundo a través del lenguaje, no es suficiente para sostener que la naturaleza sea una construcción lingüística, como también ha defendido Laurence Coupe (2000). Será interesante acudir unas páginas más adelante a la teoría de Bruno Latour para hacer algunas matizaciones. 

 

Según De Cózar Escalante (2019: 60-64), cuatro son hoy las posibles narrativas antropocénicas: la naturalista, la post-naturaleza, la catastrofista y la eco-marxista, variedad que apunta directamente a la necesidad de abordar las problemáticas climáticas y ecológicas desde perspectivas críticas que puedan aportar algunas soluciones viables. De la misma forma, los términos humanismo y humanidades están hoy en tela de juicio en tanto en cuanto puedan o no ser capaces redefinirse en un contexto en el que sus significados clásicos (el hombre como centro del universo) no dan respuestas a las exigencias contemporáneas. De ahí que cada vez sean más visibles conceptos como «humanidades ambientales», «humanidades científicas» o «humanidades digitales».

 

Así, creemos que el discurso poético tiene mucho que decir en este sentido, a pesar de que en nuestra contemporaneidad se piense inútil todo lo referido a lo literario. Muy al contrario, coincidimos con Juan Carlos Rodríguez (1999:125) cuando sostiene que la poesía nunca es inútil porque es un útil ideológico. Se escribe siempre desde un lugar, desde una posición ideológica determinada (Gopegui, 2019: 225-235), y por ello la práctica poética que creemos necesaria es la de la indagación y el desvelamiento (Orihuela, 2002: 671-672). Uno de los poemas de Inevitable Océano, de Elsa López, nos parece muy significativo a este respecto:

 

Cruzaba la ciudad y me ocurrió un milagro:

una bandada gris de palomas al aire

por entre el rumor agrio de metal y cemento.

Hay que trepar las cumbres,

hay que buscar el sol y descender las nubes

lamiendo las laderas al sur de los volcanes.

Hay que encontrar los pinos y luego las estrellas

y los estanques verdes y la lava de espuma.

Hay que topar desiertos y luego el mar,

y luego más desiertos,

y luego ir y venir sedienta de ternura

por ese recorrido de espejos y mareas

por donde van y vienen las horas del naufragio.

(p. 80)

 

La abundancia de perífrasis verbales de obligación («Hay que…») no son sino ejemplificaciones de la labor de insistencia del sujeto poético en su esfuerzo por encontrar aquello que ha intuido y que necesita. En gran parte de los textos de Elsa López será a través de la memoria y del recuerdo de los lugares lejanos o perdidos como la voz lírica consiga evocar una realidad salvífica, en contraposición a la que califica como «rumor agrio de metal y cemento». De ahí que sostengamos que la salvación es consecuencia directa del saber decir, del saber evocar y del saber nombrar con exactitud una realidad concreta o añorada, y así el siguiente poema de Inevitable Océano:

 

Hoy quiero regresar:

Tengo miedo al saber

que la higuera se va volviendo grana,

y al viejo nisperero le han crecido los gajos

hasta alcanzar la casa.

 

Hoy quiero regresar:

Cuando febrero se acerca, ya sin frío,

para recobrar aquel remolino de almendras

y tuneras.

Aquel olor a salitre y miel de abeja

que se despeñaba, cuesta abajo,

por el camino de la ermita y los dragos.

 

Hoy quiero regresar

al muelle, las norays,

y la sirena de los barcos.

Regresar a ti al otro lado de los sueños

por donde multiplicas la ternura y los muertos.

(p. 56)

 

No hay duda, como decíamos más arriba, de que somos seres situados. Es a partir de esta evidencia desde la que José Emilio Pacheco (1979) acuña el concepto de «atención enfocada», es decir, el poeta debe abrir los ojos y todos los sentidos tanto a lo nuevo como a lo viejo, recordando siempre que la poesía, como el ser humano, está situada. El propio Pacheco (1993: 93) es autor de un texto muy significativo titulado «Las ostras» en el que se incide en la indiferencia humana y su incapacidad para reconocer la vida como resultado de distintas interconexiones:

 

Pasamos por el mundo sin darnos cuenta,

sin verlo,

como si no estuviera allí o no fuéramos parte

infinitesimal de todo esto.

No sabemos el nombre de las flores,

ignoramos los puntos cardinales

y las constelaciones que allá arriba

ve con pena o con burla lo que nos pasa.

Por esa misma causa nos reímos del arte

que no es a fin de cuentas sino atención enfocada.

No deseo ver el mundo, le contestamos.

Quiero gozar la vida sin enterarme,

pasarla bien como la pasan las ostras,

antes de que se guarden en su sepulcro de hielo.

 

Será, por tanto, necesario contestar a algunas cuestiones a lo largo de estas páginas como por ejemplo: ¿Desde dónde escribe sus poemas Elsa López? ¿Qué vínculos construye o defiende la poética de López con respecto a los entornos que se nombran/evocan en algunos de sus libros?

 

 

 

 

3. UNA POÉTICA

 

En la conocida antología En voz alta, Sharon Keefe Ugalde (2007: 515-518), además de la selección de poemas pertinentes, recoge una poética de Elsa López escrita de puño y letra por nuestra autora. En ese texto, titulado «Poética», ya abordaba López cuestiones tan significativas como la relación entre vida y literatura, el compromiso político de la escritura, la relación entre los paisajes interiores y los exteriores o la necesidad de acceder a la palabra como forma de conocimiento. Veamos algunos fragmentos:

 

Crecí y aprendí a leer en un mundo donde la literatura tenía fundamento. Un poema servía para entenderse, para luchar, para declarar principios y para ser mejores. Nací para la poesía rodeada de conceptos morales y políticos y aprendí a leerla como una manifestación más de estos conceptos, razón por la que desde muy joven me nutrí de poetas marginados e iracundos: desde Paul Éluard, Aragon, Blas de Otero, Gabriel Celaya, pasando por León Felipe, Miguel Hernández o César Vallejo […] A lo largo de mi vida he admirado a poetas tan dispares como Lope de Vega, San Juan de la Cruz, Alonso Quesada, Pedro Salinas, Alfonsina Storni o Juan Ramón Jiménez. Todos tienen un elemento común para mí: la pasión desmedida por aquello de lo que escriben y, por lo tanto, a ninguno de ellos puedo renunciar. 

(pp. 515-516)

 

El fragmento, sobra decirlo, es jugoso como pocos. En principio apunta a una cuestión sobre la que hemos apuntado algo, la de la utilidad/inutilidad de la literatura o, en concreto, de la poesía. En un contexto neoliberal como el que vivimos, «utilidad» apunta exclusivamente a crecimiento económico, a beneficio, a provecho material. De ahí que el «por qué de las cosas» haya sido sustituido por el «para qué de las cosas». Las palabras de Elsa López representan uno de los últimos coletazos de esa razón humanística que vio la luz en los tiempos de la Ilustración, hoy sustituida por la razón economicista. Sobre las ruinas del proyecto antropocéntrico de la Modernidad se levanta hoy todo un sistema mercadocéntrico cuya razón neoliberal [6] determina, por un lado, la acción de los gobiernos y, por otro lado, la conducta de los ciudadanos, que hacen de la competencia una norma de conducta y de la empresa un modelo de subjetivación. Hoy, por ejemplo, parece una quimera que un sistema educativo como el español garantice la formación humanística de su alumnado, condenados como están los estudiantes por una pedagogía utilitarista, vacua y simplista diseñada para la precarización laboral e intelectual.  La crítica podría extrapolarse al resto de sistemas educativos occidentales. 

 

Vayamos, sin embargo, al siguiente fragmento para poder matizar la cuestión de «lo político» y de «la política», porque será fundamental para la lectura eco-crítica de la poesía de López:

 

Creo que soy una mezcla de ser melancólico y político. La melancolía me conduce a la filosofía, a la estética, al discurso poético; la política me empuja al ensayo, al artículo periodístico y a la investigación antropológica. Algunas veces, delante de una cuartilla en blanco me he planteado el juego de la síntesis más absoluta hasta llegar a la desnudez total; reducir a mínimos todo lo que pudiera tener algún sentido vital o emocional; pero no he querido hacerlo (…) Es quizá por esa razón por la que mi poesía no puede calificarse de poesía de la experiencia ni de poesía social; y es por eso por lo que jamás me reconozco del todo en lo que dicen de ella. Por otra parte, no creo que sea solo expresión de sentimientos, ni deseo que así sea. José Hierro la calificó en su día de «contenida, temblorosa, que valía más por lo que insinuaba que por lo que decía (…)». Pienso que tenía razón.

(p. 516)

 

Para Foucault (1979: 89) la acción de los gobiernos (aquello que denominó racionalidad gubernamental) no se limita solo al control económico y político, sino también a la introducción del poder y el control en la vida de los individuos y en sus propios cuerpos. Por tanto, la lucha contra el neoliberalismo debe llevarse a cabo también desde el terreno de la subjetividad, que es el propio de la literatura. Si la verdadera experiencia literaria, como afirma Tabarovsky (2010: 163), es la pregunta por cómo vivimos, será necesario entonces distinguir, como hace Martínez Fernández (2014: 398), entre la política como «conjunto de prácticas ligadas a las instituciones de representación parlamentaria» frente a lo político como «campo mucho más abierto de creación de relaciones sociales y constitución de las formas de vida en sociedad».

 

Esta distinción es fundamental para profundizar en cuestiones como el compromiso, la poesía social o la poesía política, más cercanas siempre a lo político, y es también básica para comprender lo que nos está diciendo Elsa López cuando establece diferencias entre la melancolía y la política (aunque hable también de lo político, lo hace con igual significado). Si tenemos en cuenta lo que dijo José Hierro de su obra, es decir, que es una poesía que «valía más por lo que insinuaba que por lo que decía», nos daremos cuenta de que, a pesar de la diferenciación, lo melancólico en Elsa López contiene, a su vez, lo político, según lo definía Martínez Fernández. El amor, el dolor, la soledad, el sufrimiento, la condición humana... dependen siempre de las formas de vida en una formación social determinada. La conciencia del poeta será la que decida desde qué lugar abordar estas temáticas. Escribir, por tanto, será posicionarse.

 

Cuando, por ejemplo, en libros como El viento y las adelfas, Inevitable Océano o Penumbra escriba sobre el paisaje de la isla de La Palma, no hará falta construir una crítica expresa sobre la imprescindible vinculación del ser humano con el entorno. El discurso poético se bifurca, puesto que la descripción de un lugar concreto o la evocación de un paraje añorado supone, a su vez, una férrea defensa de lo que se vive o rememora. Ese, creemos, es uno de los sentidos posibles de la insinuación de la que hablaba Hierro. Desde la subjetividad, decíamos más arriba, desde lo emocional, desde lo humano, es posible y necesario hacerle frente a este sistema de vida utilitarista, injusto, insolidario y profundamente dañino para las condiciones de vida del planeta [7]

 

Elsa López finaliza su «Poética» con una reflexión sobre la memoria y el paisaje que ilumina todo nuestro análisis crítico:

 

Si alguna vez escribo sobre árboles o frutas, son árboles y frutas de cualquier parte aún en el caso de situarlas en un sitio y tiempo concretos. En nuestra memoria geográfica existen innumerables paisajes que van asociados a la infancia y las raíces. Hay lugares que relacionamos con momentos de nuestra vida y con aquellos a los que amamos. Cuando recordamos, lo hacemos con un fondo establecido, consciente o inconscientemente, y, en la mayoría de los casos, esos lugares concuerdan con nuestros paisajes interiores; aquellos en los que nos quedamos sumergidos o por los que paseamos en solitario.

De esos paisajes interiores, de esas descripciones idealizadas por la memoria, tiene mucho que decir mi poesía. El paisaje es solo un tránsito, un pretexto para reconocerme. El reconocimiento se extiende a todos aquellos elementos que conforman y que constituyen mi universo poético. Por eso le canto a una isla en la que viví mi infancia y lo hago desde ese territorio íntimo del alma al que difícilmente los demás tienen acceso. No me hago cómplice con ella a través de la literatura; simplemente reconstruyo sus paisajes con la sensación dolorosa de haberla perdido hace ya muchos años.

(p. 518)

 

La ligazón entre lugar, tiempo y memoria es la que construye, a partir de una experiencia anterior, los paisajes interiores de la poeta. Recordar es siempre hacerlo «con un fondo establecido, consciente o inconscientemente». En El viento y las adelfas podemos leer, en su primera parte titulada LA NOSTALGIA, los siguientes versos:

 

Cuando el viento estremece las ramas de las acacias

y siento que es ya otro tiempo,

y abro en las esquinas la puerta de la sombra

y mi pecho se inunda de bruma,

y recuerdo que hay entre encinas lúgubres

los primeros restos de la escarcha,

yo vuelvo a La Palma.

 

(…)

 

Cuando se me extravía la mirada en los límites de las mesetas

y observo que más allá hay tierra todavía,

y las nubes se estrechan como arañazos

a lo largo de un horizonte de tierra devastada,

y recuerdo que si abro mi ventana

no veré ahora el mar,

yo vuelvo a La Palma.

(p. 29)

 

A partir de ciertos signos exteriores, como la llegada de los fríos peninsulares, el yo poético es capaz de trascender la realidad para escapar a otro lugar, también a otro tiempo que, si bien fue vivido en la infancia más temprana, se transforma ahora en universo poético, en un potentísimo imaginario cargado de simbología y de naturaleza, en una «memoria geográfica». Como sostiene Ryden (1993: 39), el paisaje de un lugar cumple una función catalítica para la memoria. La interiorización del paisaje será clave en gran parte de la producción poética de nuestra autora a través de la subjetivación de la naturaleza, en donde se hilará el propio sentir del sujeto poético con los elementos que configuran el entorno. Así, en el mismo libro podemos leer otro texto fundamental:

 

La Palma.

Mi isla.

El rincón más querido de todas mis nostalgias.

Sumergida pradera de almendros y tuneras.

Largas noches de luna con brisa de eucaliptus.

Desperdigados pueblos de rosas y de azules

con barandales verdes cayendo sobre el aire.

Naciendo de tu vértice los riscos se desploman

y bajan las veredas llenándose de hinojo,

de zarzamora dulce y flores de retama.

 

Y si en las noches turbias de esta ciudad inhóspita

escarbo en mi cerebro algún punto remoto donde anidar los sueños,

y recorro los mapas, los puntos cardinales,

rincones doloridos de todos mis paisajes,

apareces tú. 

Avanzas hacia mí, veleros y gaviotas, por todos mis recuerdos.

Hay una lluvia clara, cenicienta y dulzona,

rasgando plataneras, estanques y azoteas.

Hay un sol de naranjas recostado en las nubes,

y un airecillo fresco filtrándose en los pinos.

Esos pinos extraños, desabrigados, vivos,

que nacen en mi tierra

y vienen a llenarme la casa de olores y sonidos.

(…)

(p. 30)

 

Elsa López necesita el paisaje para poder construir su voz poética, para configurar todo su universo lírico. Cuando en su poética habla del mismo como «pretexto para reconocerme» no lo hace en el sentido de excusa, muy al contrario. Habría que entenderlo como condición sine qua non, como cimiento, como base sobre la que poder levantar una voz y construir una mirada.  

 

 

 

 

4. «MARIPOSAS BLANCAS SOBRE LOS TAGASASTES». POESÍA Y ARRAIGO

 

Steven White (2009: 159) maneja dos conceptos fundamentales para la perspectiva ecocrítica en sus estudios sobre la poesía nicaragüense que nos parecen pertinentes y aplicables a nuestro análisis: topofilia y biofilia. Yi –Fu Tuan (1974: 93) habló en su día de topofilia para referirse a todos los vínculos que unen al ser humano con el medio ambiente. Por su parte, Kellert y Wilson (1993: 20-21) definen la biofilia como la necesidad de la especie humana de relacionarse íntimamente con la biota viva de la naturaleza para poder así realizarse estética, intelectual, cognitiva y espiritualmente. Ambos coinciden con Abram (1997: 95) cuando escribe que «la escritura, tal como el lenguaje humano, se engendra no solo en la comunidad humana sino entre la comunidad humana y el paisaje animado: nace del intercambio y contacto entre el mundo humano y más que humano» [8]

 

Posiblemente haya sido Binns (2004: 37-71) quien mejor trata la cuestión del arraigo/desarraigo en la poesía hispanoamericana desde una perspectiva ecocéntrica. Sus lecturas sobre Gabriela Mistral, Pablo Neruda, José Emilio Pacheco, María Mercedes Carranza o Ernesto Cardenal siguen siendo la piedra de toque para acercamientos a otras figuras relevantes de las letras en lengua española. Para Binns podría hablarse de desarraigo cuando confluyen, a finales del XVIII, las nuevas ideas ilustradas, las ideas políticamente revolucionarias y la revolución industrial, junto con la consolidación de los grandes núcleos urbanos. La reacción romántica a esta tríada es bien conocida. Para los románticos un ser desarraigado era un ser alienado, deshumanizado. 

 

Desde un punto de vista ecológico, el desarraigo está íntimamente relacionado con la corrupción del entorno. El crecimiento urbanístico, y el de la población, sumado al desarrollo tecnológico y al consumo indiscriminado de recursos, convierte a las ciudades en aglomeraciones humanas insostenibles, cuyos residuos masivos difícilmente pueden gestionarse como debieran [9]. Precisamente Penumbra abre y cierra con dos poemas en los que la presencia del asfalto está directamente relacionada con el naufragio del yo lírico. Así comienza este poemario:

 

Al principio fue sólo el asombro.

Darse cuenta de que estaba muy lejos

y ya no volvería al olor de los mangos,

ni al vinillo de tea,

ni a los higos y almendras

camino de Las Tricias.

 

Luego vino la pena.

La sensación amarga de vivir la distancia,

y verse naufragada en ríos de cemento.

(p. 87)

 

Pero hay otra cuestión fundamental. La estandarización del propio desarrollo económico, de la vida humana occidental, como consecuencia de un modelo de vida globalizado, tiene como consecuencia el olvido o la expulsión de las particularidades de cada uno de los lugares, la pérdida de la propia historicidad de los lugares. De ahí que nombrar lo que está en riesgo, o lo ya desaparecido permita conservarlo y recuperarlo. No es extraño, por tanto, la abundancia de nombres propios de especies vegetales, animales, de ríos o montañas en la literatura ecocéntrica y, en concreto, en la poesía de Elsa López. En Penumbra podemos leer:

 

El alma se le abre

como un álbum de estampas:

los pinares,

el mar,

el drago destruido sobre la tierra roja,

los almendros vacíos,

el Pinar de las Ánimas,

el Barranco de Izcagua,

y aquella desolada fragancia de resinas.

(p. 99)

 

Buell (2001: 56) escribió que «cuanto más se sienta un sitio como lugar, cuanto con más fervor se aprecie, más grande será la preocupación potencial por la violación o incluso por la posibilidad de violación de ese sitio». Desde el momento que el ser humano occidental pierde la noción de la vida como red, como conjunto, quiebra los vínculos básicos con el resto de elementos con los que debe interactuar. Se trataría de recuperar una visión holística, es decir, contemplar la totalidad no como una suma de partes, sino como una red de relaciones. En el siguiente texto el yo poético rememora desde la distancia el paisaje de la isla perdida. Es un poema muy significativo porque ejemplifica a la perfección la vinculación entre el yo y un lugar muy concreto:

 

Cuando el cansancio es grande

y tiene forma oblicua,

se sienta en el rincón más tibio de la casa

y reconstruye el mapa completo de la isla:

 

El reborde de espuma

rizado de gaviotas.

Los volcanes al sur,

al norte los barrancos.

La palma de su mano

abierta bajo el cielo

en forma de caldera.

Las nubes esmaltadas,

el viento,

los muros de la casa,

y la abuela sentada

en el sillón de mimbre

viendo morir los barcos

encima del estanque.

 

En ese itinerario de océanos amargos,

el llanto se repliega de nuevo en lo más hondo

a contemplar, sin ruido, el paso de las aves.

(p. 88)

 

Si seguimos leyendo, unas páginas más adelante encontramos otro poema que está directamente relacionado con el anterior. En él el sujeto poético confiesa no querer morirse y, para ello, pide volver, de nuevo, a ese lugar idealizado. Vivir es, por tanto, vivir en un lugar. De nuevo del libro Penumbra:

 

No quiere morirse.

Quiere flotar las olas.

Encontrar algún día

la luz y los geranios.

Reconocer las casas,

el olor de los barcos,

los fejes sobre el muro

del barranco y los dragos.

Descansar la cabeza

sobre almohadas de espuma,

dejarse engullir

por azules praderas.

 

Volver.

Ella quiere volver.

(p. 97)

 

Pero no se trata solamente de la rememoración de un espacio físico. Para que podamos hablar de un lugar, debe haber una apropiación, una identificación, un «intento de crear un lugar en el espacio bruto», en palabras de Thayer (2003: 103). Un lugar es «un espacio en el que uno se puede imaginar habitando, un lugar al que se le puede asignar un valor, ético y estético», como ha defendido Iovino (2011: 81). Imaginar un lugar de vida lleva consigo valores éticos y estéticos. Es una apuesta, también, por la memoria y la identidad tanto individual como colectiva. Si el valor, como sostiene Cheney (1989: 132) «es algo implícito en las descripciones que hacemos del mundo y del sitio que en él ocupamos, entonces las narrativas que podamos construir serán la misma encarnación de nuestros valores».

 

Tanto El viento en las adelfas como Penumbra están plagados de enumeraciones de especies vegetales y de alimentos típicos de la isla. Estas enumeraciones forman parte de la tradición literaria más clásica, pues ya los canarios Cayrasco de Figueroa y Antonio de Viana, poetas áureos, usaron el mismo procedimiento en sus obras poéticas [10]. En El viento y las adelfas podemos leer:  

 

En El Planto, cerca de La Dehesa,

hay olor de tomates, de leche recién ordeñada,

de mangos, de aguacates y de papayos sin fruto.

El mar de La Palma no tiene olor.

El Planto es un camino empinado

con la escuela a la izquierda,

dieciocho casas rojiblancas y azoteas cuadradas

donde secan los pimientos y los higos.

En la venta de Isidoro

hay un porche rectangular con columnas de piedra.

Aceite, chorizo, arroz, azúcar,

el vino,

el pan,

y grandes sacos de gofio [11].

(…)

En El Planto, cerca de La Dehesa,

hay olores de hinojo y trementina,

de papas recién guisadas y de ananones [12] maduros. 

(p. 31)

 

Otro ejemplo en este sentido podemos leerlo en Penumbra. Lo cotidiano de la alimentación, de los olores caseros, del aroma del café, se convierte en otra seña de identidad para el yo poético que rememora:

 

(…)

(Algo frío, quizás, por aquel entrelazo

de cartón y serrines,

el mango aparecía difuminado en verdes

con una pincelada naranja en el costado

que le daba un aspecto presuntuoso

y distante).

Y recordó el olor.

Recordó las atarjeas al borde del cantero,

las plataneras,

el hinojo y los tunos al filo de la veta,

las lágrimas de azúcar comiéndose los higos

escondida en los bardos,

y el café desgranado dentro de la alacena.

Y pensó que era inútil comprar el paraíso.

(p.94)

 

Advertíamos unas páginas atrás de que las tesis de Bruno Latour [13] podrían resultarnos muy valiosas para la lectura que aquí estamos proponiendo. Para Latour la naturaleza nunca abría existido «realmente», sino que sería un invento de la Modernidad, obsesionada siempre en su comprensión del mundo a partir de un esquema binario. Por un lado, estaría lo humano, esto es, las formaciones sociales, los valores, las culturas, las ideas, etc., y por otro la naturaleza, lo externo, con su objetividad, sus hechos y sus leyes. Según Latour, no existiría esta división, no pueden separarse estas dos zonas, la naturaleza y lo humano, y por tanto no podrían ser nunca reconectadas, puesto que la desconexión no se habría dado nunca. Muy al contrario, la naturaleza y la sociedad siempre han estado mezcladas, de ahí que el cambio climático no tenga efectos solo en la contaminación de las aguas, sino en las implicaciones políticas y culturales de toda esta época que vivimos. De ahí que Binns (2011: 61) haya insistido en su trabajo en la necesidad de atender al ser humano en relación con el mundo: «Para el poeta y lector y hombre urbano, se trataría de ver que la urbe no se opone al campo, que la urbe convive con el campo en una relación de mutua dependencia».

 

Como señala De Cózar Escalante (2019: 136-137) la filosofía de Latour es relacional, está orientada hacia los objetos y buscar dar cuenta de cómo actúan esos objetos, de cómo se componen y se crean los vínculos entre ellos, y concreta: «No hay ninguna esencia más allá de esta distribución de la agencia y de estas relaciones. El énfasis se sitúa en la interconexión e interdependencia entre los objetos que se van organizando en redes». Es este concepto de red, tan sugerente, el que nos interesa porque nos ayuda a comprender mucho mejor la poesía de la que hablamos desde el momento en que apunta directamente a la imposibilidad de separar lo humano del resto de su entorno (como habíamos apuntado a propósito de la «atención enfocada» de José Emilio Pacheco). El sujeto poético de Elsa López se construye a partir de la rememoración de toda una red de elementos, vivencias humanas, lugares, alimentos, especies vegetales, etc. En Del amor imperfecto, el poema «Ese sabor a almendras» abunda en nuestra argumentación:

 

Ya nunca volveremos al viejo paraíso donde nace la lluvia,

donde huelen a alfalfa cortinas y manteles.

 

Ya nunca volveremos a medir la distancia

que queda entre las ramas del drago florecido.

Ni a remover la tierra,

ni a regar los maizales,

ni a pintar las ventanas,

ni a recoger el agua en cubos transparentes.

 

Ya nunca vendrá el frío

a llenarnos el pozo de zarzamora verde.

Ni volverá tu boca a dejar en la mía el sabor de la almendra. 

(p. 105)

 

Las tesis de Latour son deudoras de las de William James (2009), como apunta De Cózar Escalante (2019: 140-141), en concreto de su concepto de intimidad. Desde el monismo filosófico se ha planteado la existencia de una conexión íntima entre las cosas, a diferencia del dualismo teísta, para quien el hombre está separado de los objetos y de Dios. Esa intimidad debiera ser entendida hoy como una red de distintas conexiones, en donde cada una de ellas tiene un papel decisivo. Podría hablarse así de agencialidad no como atributo humano, sino como algo inherente a la materia solo por el hecho de ser e interactuar con el mundo, como dice Flys Junquera (2018: 197). Todos los seres, incluida la tierra o el barro o los átomos tienen agencialidad. Así la tierra, el mar, los vientos, las plantas, los árboles tejen un universo simbólico en el que cada elemento tiene su función y en el que el sujeto poético es capaz de reconocerse a sí mismo y al mundo que lo rodea. Escribe López en Penumbra:

 

Se descalza para buscar la tierra.

(Surcos de barro y sal

por donde andar el arco

que le diferenciaba el cielo de las islas).

Galopa las sirenas

y arranca con los dientes

crisálidas y estrellas.

Encamina sus pasos por los pueblos sin nombre

buscando la figura del volcán prodigioso

que conduce a los niños en serpientes de lava.

El campo le atrae

por una interminable vereda de lavanda

con olor a agua dulce, a cedros

y encinares.

 

***

Una vez vio una huerta sembrada de maíces.

Las mazorcas aún estaban tiernas,

y ella sintió en el alma

aquel suave aleteo,

aquel sabor extraño de millos agridulces.

(p. 93)

 

Desde esta perspectiva ecocéntrica, el imaginario poético de Elsa López no es solo ejemplo de las interconexiones entre el ser humano y el lugar en el que se desarrolla la existencia, sino que fusiona en una sola mirada los tres motivos que siempre han sido señalados como propios de la literatura escrita en el archipiélago canario. Brito Díaz (1998: 78) señala que «Mar, tierra, árbol vienen a ser las tres constantes sine qua non el hombre no es ni está en el archipiélago de nuestra literatura», y añade que esta reducción de hombre e isla a esta tríada de la Naturaleza «parece anunciar las tres direcciones significativas del paisaje en el hombre: la isla-fuego (monte, cráter, volcán, incendio); la isla-almendro (tarajal, palmera, drago, pino, sabina) y la isla-agua (océano, mar, costa, barranco, fuente, laguna, nieve, lluvia… y sed, aridez, desierto, yermo)». 

 

Cada uno de estos tres elementos, estas tres islas-símbolos, ha tenido un desarrollo literario de largo recorrido en la literatura escrita en Canarias. La isla-fuego se relaciona directamente con el Teide, con las erupciones, con una naturaleza agresiva, destructora. La isla-almendro hace referencia a todo un inventario de motivos vegetales directamente relacionados con los paisajes emocionales y anímicos de la insularidad. Así, por ejemplo, el pino como culto prehispánico, el tilo con sus reminiscencias bucólicas y arcádicas, la palmera enamorada de los vientos, de la soledad y del silencio, o el drago, árbol típico de heráldicas y escudos, cuya savia roja simula la sangre insular, etc. Estas metáforas vegetales serán las que ayudarán a configurar a lo largo del tiempo la identidad insular, de ahí que sea tan recordado en el archipiélago el poema de Nicolás Estévanez que contiene los famosos versos «Mi patria es de un almendro / la dulce, fresca, inolvidable sombra» (Sánchez Robayna, 1983: 127-128). Finalmente, la isla-agua, ese sentimiento de mar, en palabras de Valbuena Prat, como «síntesis prefiguradora de la actitud ante la Naturaleza en sus más variados confines» (Brito Díaz, 1998: 78). Así, el mar es puerto, es confidente, es límite, es mar enamorado o mar destino. El mar lleva y trae, es y está. Es el que separa al insular de la metrópoli, pero es también el que acerca al extranjero hasta el archipiélago.  

 

Para nosotros, la mirada de Elsa López integra estos tres símbolos o motivos en un imaginario en el que la naturaleza no es una entidad antropomórfica, es decir, no es el interlocutor característico de una poesía en la que un sujeto poético habla con el mar o con el volcán. Aquí los elementos naturales son configuradores de un lugar, cada uno de ellos con una función específica. Hablamos de ecocentrismo y no de antropocentrismo porque en la configuración del universo poético de López el ser humano no puede existir, sino coexistir. Es un yo que habla, que respira, que lee el mundo en un entorno muy específico. Por eso el mar, los volcanes o los árboles están ahí, siendo lo que son, agentes activos para la vida. El siguiente poema es de El viento y las adelfas, y en él leemos:

 

Vendrán nuevos inviernos.

Los niños en la playa confundirán aviones con vuelo de gaviotas.

Arribarán al muelle las barcazas del Cantábrico

con las cañas de pesca en haces sobre el puente.

Olerá el mar y el risco a caracolas muertas

y el barco seguirá anclado en el barranco.

Por las pistas, camino de Garafía,

seguirán renaciendo aquellos pinos tristes,

y aquellos pinos claros cerca de Tijarafe

por caminos estrechos bordeados de almendros.

Los viejos volverán a sentarse en la puerta

con el bastón de tea y la pipa apagada.

El grito de las grajas descenderá las cumbres

hasta romper el vuelo sobre espumas de lava,

y en Fuencaliente el mar emprenderá otro rumbo.

 

Pero yo me habré ido muy lejos de la Isla.

(p. 46)

 

Para recordar son imprescindibles estas referencias a los lugares añorados. La rememoración es actualización del lugar añorado. La vida en el recuerdo o la vida en el presente no son posibles, no pueden ser escritas, sin anclajes, y así podemos leer el poema de Inevitable Océano. Por su extensión no lo citamos al completo:

 

(…)

Mariposas blancas sobre los tagasastes

las sábanas al viento.

De topo en topo,

galope blanquecino, la niebla va subiendo

hasta encontrar abierta la puerta de la casa.

 

Vuelve.

Que quiero pintar de nuevo las ventanas,

plantar madreselvas al borde del estanque

y besarte los ojos en cada madrugada.

Encontrarnos arrugas en la frente

y una estrella de mar recorriendo el cerebro.

 

(…)

Pero ¡vuelve!

que acaso nos esperan el drago y las hortensias

para hacer una casa de mar y de domingo,

con una enredadera al filo de la veta.

Con la verja de trigo y las ventanas verdes.

Y un clavel sin raíces clavado en la ventana.

Y al borde de la noche,

subirán los muchachos por el camino viejo

a recoger las cabras y los fejes de monte.

 

Se sentarán debajo de nuestro nisperero,

y comerán el gofio sentados a la mesa.

Con los troncos de tea

me harán un tendedero con pañales de espuma.

Quemarán los balangos

y plantarán un drago en el primer cantero.

(…)

(pp. 64-66)

 

Para Morales (2008: 15), Elsa López es una poeta simbolista. Las lecturas de su obra son múltiples, desde lo erótico hasta la construcción de lo femenino, pasando, como proponemos nosotros, por el ecocentrismo. Es la suya escritura serena en la orilla volcánica de una playa de la isla de La Palma. Versos que resisten al rebalaje de las olas y que ofrecen, espuma tras espuma, una palabra nueva, fresca, lúcida. Poesía que va y viene por viento, que emprende el vuelo hacia el futuro sin perder de vista los orígenes y que siempre es capaz de volver, de vivir, en la caricia eterna de la adelfa:

 

He llegado al punto

en que se cumple el ansia

y el corazón resbala

como un durazno tierno.

 

Y aunque nadie en el mundo

pueda destruirle el mar

y las higueras,

ella siempre repite:

«Devolvedme la isla.

La isla.

Los peces de colores,

y aquella suave brisa

que envuelve Barlovento».  

(p. 98)

 

 

 

___

Notas:

 

 

[1]. Véase García Linares (2018).

[2]. Para una poética de los vínculos, véase la entrevista de Martínez (1997: 49-52) a Jorge Riechmann.

[3].  Citaremos todos los poemas de esta edición. Recientemente, en 2020, el texto ha vuelto a ser editado,  esta vez en Las Palmas de Gran Canaria, acompañado del poemario Aire, de Luis Natera.

[4]. Como señala De Cózar Escalante (2019: 30), el término «Antropoceno», que significa literalmente        «época del hombre», surgió para designar un período de la historia de la Tierra en la que la humanidad influye de manera decisiva en el estado, dinámica y futuro del sistema biofísico que constituye la realidad de nuestro planeta. Aunque exitoso, no es un término exento de problemas, puesto que muchas voces críticas apuntan a que los efectos nocivos en nuestros ecosistemas no son consecuencia de todos los seres humanos, sino de aquellos que se encuentran en situaciones privilegiadas de domino y de poder. De la misma manera, hay tesis que apuntan a los efectos destructivos del capitalismo, de ahí que muchos pensadores apoyen el término «Capitaloceno» para referirse a este periodo. Véase, para más detalle, el trabajo de De Cózar Escalante (2019).

[5]. Traducción de Marrero Henríquez (2009: 23).

[6]. El gran relato del neoliberalismo es el del crecimiento económico, la explotación, la competitividad, es decir, el del mercado. Es interesante, en este sentido, atender a las palabras de Martínez Alier (2001: 332) sobre los posibles lenguajes fuera del mercado, directamente opuestos al lenguaje costo-beneficio: «los valores ecológicos de los ecosistemas (en términos de producción de biomasa o en términos de riqueza de especies), el respeto a su carácter sagrado, la necesidad ineludible de la subsistencia humana, los derechos de los animales, la dignidad de la ida humana, la demanda de seguridad alimentaria y ambiental, la defensa de la identidad cultural y los derechos territoriales indígenas, el valor estético de los paisajes, el valor de los derechos humanos, la lucha contra el racismo».

[7]. Precisamente esa racionalidad utilitarista y ese control excesivo del individuo por parte de los gobiernos son dos de los rasgos definitorios de lo que Marina Garcés (2017) denomina la condición póstuma, es decir, aquella en la que el sujeto vive en el tiempo de la inminencia, cuando todo puede cambiar de forma radical o acabarse definitivamente. Inmanencia que se materializa, por un lado, en la conciencia de que la situación presente no puede continuar sin colapsar y, por otro, en una experiencia común del límite de lo que Garcés denomina «lo vivible», esto es, la imposibilidad de que el propio sujeto pueda ocuparse e intervenir en las propias condiciones de vida. Porque este será el nuevo relato que cale desde la condición póstuma, el de la destrucción irreversible de las condiciones de nuestra existencia.

[8]. Traducción de Steven White (2007: 9).

[9]. Para Guatari hay una relación directa entre el desequilibrio social e individual y la degradación de los distintos ecosistemas como consecuencia de las transformaciones tecnocientíficas del entorno natural que supone el sistema capitalista. Según Guatari (2000: 28) es necesario «una articulación eco-política entre los tres registros ecológicos, el del medio ambiente, el de las relaciones sociales y el de la subjetividad humana» como única solución para enfrentar la amenaza capitalista. Véase, para más detalle, Sgaramella (2018).

[10]. Cayrasco de Figueroa (1538-1610) es considerado el «padre de las letras canarias» sobre todo por el tratamiento del tópico de la Selva de Doramas, mediante el cual conjuga los elementos típicos del locus amoenus con los de la naturaleza isleña. Sin embargo, será la visión paisajística de Viana (1578-1650), la mirada que despliega hacia el mar, la que perdure a través de los siglos hasta la contemporaneidad. Para profundizar en los tópicos y argumentos de la literatura en Canarias, véanse Carlos Brito (1998) y Castells Molina (1998).  Para la lectura de Cayrasco de Figueroa véase García Linares (2017) y para la de Viana, Alonso (1991).

[11]. Harina de cereales tostados, generalmente trigo y maíz, muy consumida en el archipiélago canario. 

[12]. Tipo de piña tropical.

[13]. De Cózar Escalante (2019: 135- 140) realiza un repaso muy competo de las ideas de Latour. De la misma manera, Harman (2009) ofrece un análisis muy sugerente sobre la filosofía del pensador.

 

 

 

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José María García Linares

 

José María García Linares (Melilla, 1977) es poeta, ensayista y crítico literario. Es autor de los poemarios Oposiciones a desencuentro, Neverland, Muros, Novela Negra, Palabra iluminada, Entonces empezó en viento y Cántico. Ha realizado varias ediciones sobre la poesía de Cayrasco de Figueroa, así como diversos estudios de poesía contemporánea. Ejerce semanalmente la crítica literaria en el diario granadino Ideal.