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Permanecer en la palabra

Ricardo Hernández Bravo

 

 

 

(Una lectura de Padre, de Coriolano González Montañez)

 

«¿Son mis recuerdos, mis ansias de atrapar el instante, los que me impulsan a escribir? ¿O es el propio verso quien me trae los recuerdos y el dolor, siempre el dolor por el momento perdido?» se interpela Coriolano González Montañez en una de sus poéticas y creo que en esa pregunta reside una de las claves de su obra y en especial de este libro cuyos poemas, escritos a partir de la muerte del padre del poeta en el año 2002 y recogidos en distintos poemarios a lo largo de catorce años, adquieren ahora bajo el título de Padre la unidad que necesitaban para alcanzar su plena significación. Es de celebrar que tan acertada reunión se haga bajo el sello de Ediciones La Palma, una editorial emblemática cuyo catálogo recoge buena parte de la mejor poesía canaria de los últimos cuarenta años y que aún no contaba con ningún título de este autor esencial para entenderla en su amplitud.

 

Padre es, como apuntaba en la cita inicial, un libro que habla de la muerte, del paso del tiempo, de la memoria, de la pérdida y el poder de la palabra como instrumento catártico, liberador, capaz de envolver en un halo el dolor, de amplificarlo embellecido en la distancia y, a la vez, de restañar su herida. Una profunda reflexión sobre el espacio que ocupa la ausencia, la duración de la huella que dejamos en el mundo y sobre el valor de los símbolos, los gestos, las imágenes, las marcas que acompañan nuestra existencia.

 

Ya en la primera parte del libro la muerte del padre se manifiesta como pérdida del tiempo mítico, del territorio luminoso de la infancia: «lo que entendí y me hizo sentir dolor fue descubrir que la infancia se había acabado como se acaba la rutina y aparece el recuerdo». Dice la poeta norteamericana Louise Glück que «miramos el mundo una sola vez, en la niñez. / Lo demás es memoria». En esta serie inicial de doce poemas en prosa, antes de que lo vivido en esa edad dorada pase a ser memoria, el poeta se aferra a lo sensorial que aún perdura en sus recuerdos en un intento de aplazar el olvido y persistir aún frente a la irremediable expansión de la muerte. «¿He de impregnarme de ti, inundarme hasta la médula y poseerme y no perder jamás la esencia de tu olor, tú en mí ya para siempre?». Empieza así un difícil proceso de metabolización literaria de la muerte y el vacío de la pérdida, en que el dolor «ocupa las palabras», pero, paradójicamente, son ellas el único medio para resarcirlo de ese «dolor sin nombre». La muerte del padre mancha la vida: el alma, la inmortalidad se ven vencidas; sin embargo, se atisba un resquicio de permanencia en las palabras —que el poeta ya no es capaz de distinguir de los propios recuerdos— con las que intenta fijar los cada vez más difusos rastros de vida que aún le quedan:

 

A veces me descubro observándote, ya no sé si en el recuerdo o en las palabras, luchando por abrirme camino porque hay mucho de qué hablar antes de que la memoria termine de nublarse (...)

 

Hay en todo el poemario una insistencia en lo que se difumina o se diluye, en el enturbiamiento de la mirada a causa del dolor que desdibuja el mundo y hace que vida y muerte se fundan en una opacidad sin límites, que se trastoque el orden del mundo encarnado en la figura del padre. Así, lo que un día salió de la claridad de sus manos, se apaga en una nebulosa orfandad: la cometa hecha por él ya no tendrá quien la vuele, el vino de la tierra «será distinto, será otro, será turbio como mi mirada»; «Y este vino me llenará de vida o de muerte, que ya nada las distingue».

 

Ante ese velamiento que debilita sus asideros, el poeta se siente «un niño que calla y borra la palabra que te nombra», se debate entre la necesidad de encubrir el dolor y de asumirlo, entre el amor amplificado por la ausencia y la insuficiencia de las palabras para llenar su vacío:

 

Que sea tan intenso tu recuerdo, que me olvide de tu nombre, de tu rostro, de ti para siempre, para luego, definitivamente, recobrarte único e indivisible, tú entero, no muerto, no vivo, adormecido en la cortina de mis ojos, ya inmortal.

 

Creo que este poema de la primera parte nos permite adivinar por qué Padre es mucho más que un puñado de poemas nacidos para sobrellevar un duelo y consumar un exorcismo literario que clausure por fin ese duelo. Padre es uno de esos poemarios surgidos de una necesidad vital, extrema; porque no se trata solo de cerrar la herida abierta por la desaparición del padre, se trata de conjurar la presencia misma de la muerte sobrevenida en el instante de su pérdida e instalada en su propia vida desde entonces.

 

La muerte sucede en lo cotidiano, en un morir lentamente, en un deseo de no nombrar la palabra muerte para que la muerte y la palabra que la nombra no existan.

 

Esta contundente sentencia con que arranca el libro es decisiva: mientras el poeta desea «matar al padre», buscando obsesivamente a lo largo del tiempo el modo de cumplir con el duelo y terminar con el dolor, va adquiriendo el convencimiento de que su permanencia es inevitable, porque reconoce la imagen del padre en sí mismo, es inseparable de su ser. Son su propio dolor y su propia muerte los que desea borrar. Y he ahí la paradoja que da aliento a estos veinticinco poemas: precisamente nombrándola es como el poeta conseguirá digerir la muerte y liberarse de lo que ya no es para poder ser.

 

En este sentido, el titulado «Un poema» es clave en la estructura del libro y revelador de la sólida unidad temática que le da consistencia. El poeta busca enterrar al padre con un poema, un poema en torno a cuya gestación se entabla una conversación que surge, se pospone y se retoma a lo largo de los hitos de un viaje de tres años por diferentes ciudades con río. Siete años han transcurrido desde la muerte física, justo la mitad de los catorce que abarca la composición de los poemas del libro. Este hecho hace que «Un poema» se convierta en una especie de eje vertebrador del conjunto, pues el poeta toma «la decisión / de que solo junto a los ríos el poema existiría / y podría consumar la muerte». Aquí el viaje —otra de las constantes de la poesía de Coriolano— no es suficiente para desterrar la imagen del padre, pero desde la distancia de esos lugares lejanos que visita como para propiciar el olvido, el poeta descubre que los versos eternizados de ese poema siempre inconcluso, siempre en gestación junto a un río que fluye, son la única manera de consumar la muerte.

 

Así pues, la palabra es la única que puede fijar la memoria frente al paso del tiempo. En «Poema de cristal» la desaparición de lo físico, de la casa y la ventana por la que entra un misterioso haz de luz que atraviesa rotundo una instantánea familiar lleva al poeta a preguntarse si la memoria y los recuerdos, los sentimientos, las emociones mismas solo se sustentan en fotografías y que ellas suplantan a los objetos y seres que amamos tras su falta definitiva:

 

¿Será la muerte no solo una palabra

sino un estado de ánimo que nos acompaña

porque todas las muertes cotidianas

nos conducen al final y a la abstinencia?

 

Sin embargo, más allá de esta incertidumbre, al final del poema se abre un resquicio para una luz que atraviesa los cristales de esa ventana ya inexistente. Una luz que parece proceder de la palabra capaz de eternizar la memoria, tal como constata el siguiente poema, «Miradas». Una foto del padre a los 32 años que simbólicamente —de ahí su acertada elección como portada del libro— presagia su muerte a los 64: el desenfoque de la imagen habla ya de la descomposición que el tiempo obra silenciosamente y contrasta con su mirada perdida «hacia un futuro / lleno de luz», quizá de la permanencia a través de la palabra.

 

La sensación de extravío que le deja la experiencia de la muerte lleva al poeta a una constante necesidad de anclaje, de ahí la importancia de las imágenes y de las palabras, fijadoras de la memoria frente al azar y la cuenta atrás del tiempo. En «Camino Real», por ejemplo, el poeta entiende el ser arraigado en «un paisaje impregnado de las manos y la sangre» y dice de sus padres, trasplantados del campo a la ciudad: «aquellos que partieron fueron expulsados / abandonados a la memoria / a la necesidad de reclamarse / y de reconocerse en las migajas». El poeta necesita, pues, hallar cimiento en lo terrenal, lo corpóreo, lo físico. De ahí que se aferre a ciertas «tareas pendientes» del pasado —una luz del baño o una cerradura sin arreglar— como un modo de no perder definitivamente lo dejado atrás y retrasar el reconocimiento de su nueva imagen nacida de la aceptación de las desapariciones.

 

Otro elemento temático importante, que sirve de hilo conductor de la estructura del libro y adquiere una dimensión simbólica, relacionada también con la necesidad de anclaje, es la urna con las cenizas del padre. Las cenizas aparecen en el primer poema de la primera parte como un indicio de que ya la muerte no reside en ellas, es algo que ahora concierne al poeta, que se ha adentrado en él y debe luchar con su vacío. Aparece de nuevo en el primer poema de la segunda parte donde, frente al despojo del cadáver, advierte que «solo en las cenizas se encarna la plenitud / del ser que habitó». Por último, en los tres magníficos poemas que cierran el libro, donde el poeta mantiene un forcejeo interior entre el temor y la necesidad de deshacerse de ellas para acabar asumiendo que nunca podrá desprenderse de la memoria del padre porque ya forma parte de su ser.

 

Pero yo volveré y me sentaré

otra vez en la piedra

para hablarme o hablarte.

Que es lo mismo.

 

Devueltas las cenizas a las cenizas, los recuerdos, los instantes perdidos quedan al fin prendidos a las palabras, inmortalizados, fundidos a su entraña. Esa es la sensación que transmiten estos poemas de Coriolano: la de estar hechos desde la intimidad más descarnada, dejando al descubierto el desgarro de sus dos grandes obsesiones: el tiempo y la muerte. «Escribo para perpetuar el pasado, para no olvidar ni uno solo de los instantes en los que me he sentido vivo, riendo, llorando, sufriendo, pero sintiendo. Mis versos son el relato de mi vida. En cada verso sangra y palpita un momento, una experiencia que me ha marcado» ha dicho el poeta. En su concepción de la escritura, vida y poesía son la misma cosa, es imposible separarlos. Al leer los versos de Padre, los recuerdos, las vivencias personales, los paisajes contemplados no son simples anécdotas, un mero decorado para el recreo nostálgico o el exhibicionismo superficial. En sus poemas lo íntimo, casi siempre recreado desde la distancia, se aferra a la materia para hacer aflorar las claves que den sentido a la existencia y sustraerla así a la pérdida y el olvido o para confrontarnos directamente ante los dilemas fundamentales del ser.

 

En concordancia con dos de sus pasiones personales, la fotografía y el haiku, Coriolano ha construido su poesía como el fotógrafo o el haijin que intenta retener su experiencia vital en una instantánea que le devuelva las impresiones de la memoria, que fije las presencias, los hallazgos, las rozaduras del tiempo con la tinta indeleble de la palabra. De ahí ese halo de presente detenido que nos envuelve cuando recorremos las páginas de Padre o cualquier otro de sus poemarios y cuadernos de viaje. Al entrar en ellos sentimos como si nos mostrara las estampas de su álbum familiar. No las miles de instantáneas sin fundamento que tomamos hoy con nuestros modernos dispositivos de memoria infinita, sino aquellas que conservan el brillo de unos ojos, el destello de una risa, los gestos, los colores, los aromas de los cuerpos y paisajes, las teñidas por el amarillo de los años, por la pátina indeleble de la nostalgia y el dolor, las poquitas que marcan los hitos de una geografía vital y se quedan con nosotros como faros que acompañan nuestro periplo de «viajeros insomnes».

 

Todo ello hace patente la importancia de lo sensorial en los versos de Padre. Del vínculo con lo terreno, con la materia en la que arraiga nuestra memoria. Y la trascendencia simbólica de los objetos.

 

Otro rasgo que identifica a Padre y que es una constante en la obra de Coriolano es el tono confesional predominante, bien en primera persona —el yo o el nosotros de la memoria compartida, siempre familiar y cercana—; bien el tú de la conversación con el padre; bien a través de la tercera persona en la descripción de trazo ágil y certero de los lugares, las presencias, las sensaciones reproducidas con una nitidez asombrosa. Los temas recurrentes de su imaginario poético se decantan aquí en grado máximo y logran un perfecto asiento en el verso con una contención y precisión expresiva que nos remite a la mejor poesía norteamericana contemporánea, por la que nuestro autor siente especial devoción. Su voz busca una especie de desnudamiento de las cosas para dar lugar a la revelación, crear la atmósfera requerida para conducirnos a la reflexión poética, a la sugerencia sutil o al abierto interrogante que nos traslada directamente el temblor.

 

De ahí la abundancia de interrogaciones retóricas. Preguntas que hablan de las dudas, de la incertidumbre de un poeta cuyos pasos avanzan sobre un paisaje incierto que oscila entre el deseo de retener la memoria dichosa y la necesidad de ruptura con esa imagen embellecida por el tiempo y la distancia para poder reconocerse a sí mismo.

 

Precisamente a eso quiero invitarlos, en la convicción de que no saldrán defraudados: a descubrirse en los poemas de Padre, a dejarse ir en sus versos hacia ese espacio inasible y luminoso al que parece dirigirse la mirada perdida de la hermosa fotografía de su portada, a reconocerse en la temblorosa humanidad que emana de este magnífico ejercicio de autoafirmación frente a la muerte que nos reconcilia con la vida.

 

 

 


Ricardo Hernández Bravo

 

Ricardo Hernández Bravo (La Palma, 1966) es Licenciado en Filología y profesor de Lengua y Literatura en Enseñanza Secundaria. Tiene editados los libros de poesía El ojo entornado (1996), En el idioma de los delfines (Premio Julio Tovar, 1997), la antología El aire del origen [Poemas 1990-2002] (2003), Los posos de la sed (2014), La piedra habitada (2017), Pausa para anuncios (2019) y dos poemarios en colaboración con pintores: La tierra desigual (2005), con Hugo Pitti, y Alas de metal (2008), con Graciela Janet. Como narrador ha publicado Siete cuentos (1997).