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Propiedades de las cosas (La incomodidad)

Damián H. Estévez

 

 

 

Las cacerolas irreverentes, que piruetean en los hornillos en cuanto la llama azulada cabrillea bajo su acero, alivian incomodidades y renuncias del mismo modo en que las materias invernales sucederán a este calor agobiante, saltándose el otoño de los brazos desnudos, atenuando la oscuridad que este espejo genera y esparce por el orbe. Pero aún no, esta calima tórrida de chaquetas y corbatas. Esos cuatro de ahí no callan. Desde que yo llegué, ahí parlotean, como lapas que se obstinan contra las rocas intentando quebrarlas, desmenuzarlas, ¡ay! ¡si yo pudiera desmoronar mis riscos! Me concentraré en las cacerolas irreverentes sobre la llama azulada que les infunde vida. Un día de mi primera juventud un sombrerero quiso cubrir mi cabeza como había hecho con las de mi padre y las de mis abuelos y más atrás. Mi padre se atenía a la costumbre, pero yo acudí al sastre, que permitía sumergir la testa en las cacerolas irreverentes: ¿cómo hacerlo con sombrero? Claro que me advirtió de que sería ropa formal, siempre de abrigo, de tejidos gruesos y consistentes; yo habría preferido que no fuera así, le llegué a implorar que investigara, que yo estaba dispuesto a arriesgarme con sus ensayos, pero él se negó, porque sería como cocinar con cacerolas convencionales que solo se estremecen con llamas amarillas. Una mañana, al fin, me entregó un terno que poseía además otras propiedades mágicas, tal como yo lo había encargado. En él no podían penetrar las plumas de las gaviotas. De todas las aves del mundo, seres que odio con celo, las gaviotas son las que más me enervan, su visión o sus estridentes risas, me deprimen de forma fulminante. Cuando sobrevuelan Lotra lo puedo soportar, porque su maleficio se difumina en el cielo polucionado, pero cuando me las encuentro en la orilla de las playas, en Eforo

o Puerto Cabirria, me sacan de quicio. Como no puedo renunciar a ir a esas costas, siempre voy enchaquetado para protegerme. Le pido diseños diversos, ternos, trajes, y americanas sin conjuntar..., ya que tampoco me gusta que la gente crea que nunca me cambio, pero todos tienen lo más importante, su conjuro antipájaros, que es el secreto del sastre y de sus tejidos milagrosos. En tardes como ésta, por ejemplo, se agradecería salir a la calle con pantalón corto y chaqueta de hilo (o sin chaqueta), una camisa liviana, calzado suave, pero no puede ser, porque entonces no soportaría las palomas ni las gaviotas, ni siquiera los canarios gorjeadores de la Plaza del Carmen y tengo que elegir entre pasar calor o achicharrarme el cerebro. El sastre me ha confeccionado ya muchos vestidos; por el contrario, el sombrerero, aunque insiste en que no es propio de mi linaje ir con la cabeza descubierta, no me ha doblegado. Sin embargo, no es la única rareza que atribuyo a mi traje. Cuando pasan ante mí muchachas con bigote, las depila y las desviste por completo y eso me gusta y a la vez me avergüenza, lo primero porque me atraen mucho las mujeres desnudas y lo segundo porque ellas no advierten que he descubierto su anomalía facial. Y en alguna ocasión ha pasado que se desprenden ramas de los árboles tras de mí sin crujido alguno por lo que solo me entero al leer la noticia en La Pared y este fenómeno tan raro, que me angustia porque especulo con que podrían caerme encima y dejarme tullido o incluso matarme, lo atribuyo a mi peculiar ropa. Cuando le he revelado esta sospecha, mi sastre se encoge de hombros, como indicando que toda ventaja tiene su inconveniente. Pariente o querida de mi sastre, que todavía no lo he dilucidado, es la dulcera que fabrica los bizcochos que devoro con fruición. Siempre me los ha despachado en una lata, incluso después de que los envases de cartón las sustituyeran. Las latas las suministro yo, porque son de mi propiedad; antaño las familias conservaban las latas después de consumir las galletas de importación que compraban como exquisitez y las reutilizaban para almacenar gofio o legumbres secas y se heredaban a través de las generaciones igual que un valioso legado porque aquellos bizcochos, cuya fórmula también eran herencia secular de estirpes de artesanos dulceros, no podían de ninguna manera ser transportados ni conservados en peregrinos embalajes cuya alcurnia humillarían si bien, a diferencia de las manufacturas del sastre y a pesar de que sastre y artesana pertenecían a la misma cuna o al menos mantenían relaciones ilícitas, no poseían ninguna cualidad extraordinaria salvo su exquisita textura y el efecto saciante que ejercían sobre mi soledad. Al marisco, por el contrario, lo considero portentoso. Si un día me olvido de comerlo, doy por seguro que las gaviotas atestarán las orillas y entonces de nada serviría mi traje, por eso antes de salir de casa recapacito sobre si he preparado la ración del día siguiente, y si resulta que no, por mucha prisa que tenga, regreso a la cocina, saco una bolsa del congelador y solo cuando lo pongo sobre el muro me tranquilizo ya todo vuelve a la esplendidez de las muchachas con bozo. Hoy, por ejemplo, si salgo a La Dama de las Camelias me encantará la desnudez de una joven, casi adulta ya, y apenas vislumbraré su vergonzante bigote antes de que sucumba a la diligencia depiladora de mi traje, y si percibo tras de mí una amenaza, acaso una voz seduciéndome para que le compre un sombrero que me impida sumergir la cabeza en las cacerolas irreverentes o acaso el aleteo de una gaviota o acaso el breve desalojo del aire por una rama que cae, pensaré en que ya es hora de que encargue otro terno a mi sastre; así que me encaro al espejo, me digo que saldré porque después de todo voy a ser muy feliz y descorro el fechillo mientras suena el carillón.

 

 

 


Damián H. Estévez

 

Damián H. Estévez es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. Sus ficciones se desarrollan en el territorio insular de Lotavia, trasunto de la realidad canaria. Ha publicado los volúmenes: Lo que queda en el aire (relatos, 2010), ...En el aire queda (relatos, 2013), Quién como yo (novela, 2015) y Lotavianos (relatos, 2019).