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Exilio en el umbral del libro: Edmond Jabès en tres movimientos

Daniel Bernal Suárez

 

 

 

 

el retorno al libro es por esencia elíptico

Jacques Derrida

 

 

PRIMER MOVIMIENTO: ERRAR EN LAS MORADAS DEL DESIERTO

 

En enero de 1991 fallecía una de las voces más profundas, reflexivas y arriesgadas de la poesía europea del siglo XX: Edmond Jabès. Transeúnte de varios espacios recorridos sin dejar morada alguna —como no fuera la misma escritura—, sus huellas son, sin embargo, signos fijos de una constelación poética preocupada y acaso marcada de modo indeleble por el horror bélico que asoló Europa. Auschwitz como umbral ignífugo de la historia.

 

Todos los esbozos biográficos de Edmond Jabès repiten idénticos datos: nacido en El Cairo en 1912, su primera nacionalidad fue la italiana (sin haber pisado itálico suelo). En Egipto, siendo judío, realizó estudios en un colegio católico francés (la de Baudelaire sería su primera lengua). Y ya en 1957 se trasladó definitivamente a Francia.

 

El corpus de su obra está formado por un conjunto de volúmenes en verso (reunidos en Le Seuil Le Sable), y por libros agrupados en ciclos de escritura (Le livre des questions; Le livre des limites; Le livre des ressemblancesLe Livre du Partage; Un étranger avec, sous le bras, un livre de petit format; Le livre de l’hospitalité) que, aun siendo considerados unánimemente como poéticos, fueron concebidos como escritura abierta, fértil en interpolaciones de diversos géneros.

 

Numerosos críticos han señalado la errancia presente en la biografía de Jabès como uno de los elementos configuradores de su obra. En efecto, al decir de Eduardo Moga:

 

Jabès, nacido en El Cairo y exiliado en Francia en 1957, sufrió el desgarro del antisemitismo y la extranjería. Su conflicto esencial, al que su poesía intenta dar respuesta, nace ahí: en esa fractura íntima, que individualiza una fractura colectiva. Su obsesión será la errancia, de la que el camino y el viaje se erigen en símbolos principales.

 

Si bien podría pensarse que acaece aquí la fútil interpretación biográfica de la obra, tan decimonónica como común entre ciertos lectores, lo cierto es que el mismo Jabès funda en dicho tema uno de sus símbolos esenciales, preñado de incontables resonancias. Escribe nuestro autor en Del desierto al libro:

 

Tengo la impresión de no poder existir más que fuera de toda pertenencia. Esa no pertenencia es mi sustancia misma. Tal vez no pueda yo más que expresar esa contradicción dolorosa: aspiro como todos a un lugar, a una morada, y no puedo, al mismo tiempo, aceptar lo que se ofrece. Esa negativa no es, compréndase bien, una actitud deliberada, sino una disposición profunda contra la que yo mismo lucho y que trato, por supuesto, de elucidar. Esa no pertenencia, por la disponibilidad que me confiere, es también lo que me acerca a la esencia del judaísmo y, en general, al destino judío.

 

Quedan así explícitas múltiples cuestiones de indudable interés: en primer lugar, elucidar los símbolos de la errancia y la extranjeridad desde la escritura (¿no dejó escrito Adorno que quien «ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia»?); en segundo lugar, la intensa articulación de un decir poético sustentado por una serie de contradicciones internas; en tercer lugar, la concepción de una escritura hondamente reflexiva, y que asumirá la indagación como fundamento incansable: explorar la enunciación de un pensamiento que se abisma en sí mismo, hasta las últimas consecuencias, en un gesto de perpetua interrogación a la palabra por su sentido último. Ocurre aquí lo que aseverara Miguel Arnas Coronado a propósito de la publicación en castellano de El libro de los márgenes: «Se puede acabar el libro, no la reflexión». Movimiento inagotable del pensamiento que prolonga el libro más allá del libro. ¿Puede haber aspiración mayor para una obra?

 

La radicalidad de esta propuesta escritural estriba en constituirse en búsqueda, sí, como dijimos, pero en una búsqueda que no se contenta con la respuesta primera, con la fácil enunciación del tópico literario —ejercicio tan del gusto de algunos poetas calificados erróneamente de meditativos— o la cómoda certeza que reinstaure el orden en medio de la zozobra. No. La palabra jabesiana hace de la pregunta su centro y su camino —de ahí que Valente se refiriera a Jabès como sembrador de preguntas—; camino no para andar o llegar a casa, al hogar, sino para hacer morada en la incertidumbre. La duda lacerante que, no obstante, permite profundizar en las reverberaciones de la realidad y poner en entredicho las certezas que nos habitan. Coherencia del dolor que muestra las discordancias fundamentales del existir, Jabès escribe: «El drama es que el ardor de hacer preguntas siempre ha sido quebrado por una respuesta que quería ser sin apelación»; o también: «La respuesta nunca es otra cosa más que fatiga, una extrema laxitud, un abandono». Perdurar en el estado de las preguntas, de la inquietud interrogante. José Ángel Valente —que desde el primer contacto se sintió tan próximo a la obra de Jabès— escribió al respecto:

 

Tal es la clave de esta poesía, la verdad última de esta historia: sólo la incertidumbre nos hace avanzar, pero avanzar a tientas, por tâtonement, por tanteo y duda, en la bruma del ser. No será la certidumbre, en ningún caso, una piedra porosa. Me atrevería a definir, en esta perspectiva, la porosidad como la invisibilidad intersticial de la materia, la secreta holgura de las moléculas de los cuerpos y el espacio interior que niega todo lo excesivamente consolidado o compacto y, ante todo, la homogeneidad impositiva de la certidumbre y el dogma.

 

En el fragmento extraído del volumen Del desierto al libro que citábamos con anterioridad, en el que Jabès contemplaba el sentido de la no pertenencia, finalizaba afirmando que dicha errancia era lo que lo unía al destino judío. Los libros de Jabès aparecen organizados en torno a un puñado de símbolos que dialogan entre sí: imágenes espejeantes con las que el autor vertebra un discurso sobre el universo entero y sobre el proceso mismo de la escritura. En este sentido, se trataría de una red de metáforas obsesivas, por usar la expresión de Charles Mauron, cuyo tejido o textura da cuenta de  la asunción de diversas tradiciones místicas. El judío signa, en este sistema, la especie del eterno extranjero tanto en su dimensión de exilio (que comentaremos después) como en la encarnación  de una obstinada preocupación por el espacio de la escritura. Esta segunda vertiente la resume a la perfección Jacques Derrida cuando asevera que «se trata de cierto judaísmo como nacimiento y pasión de la escritura». Acerca de  la introducción en los libros jabesianos de referencias a la tradición judaica, dice la escritora mexicana Esther Seligson:

 

Dentro de la ortodoxia, Jabès sería considerado o ateo o laico. Es, de cierto, un humanista cuyos rabinos, aunque imaginarios, se inscriban dentro de la Tradición, tanto de la exégesis talmúdica como de la mística de la Kabalá y el Hasidismo.

 

Pero las metáforas obsesivas proliferan como tentáculos que van brotando de modo intermitente en cada libro, añadiendo láminas de sentidos ulteriores que recomponen el mapa de significados que iríamos atribuyendo a dichas imágenes: el judío, el extranjero, el otro; la blancura, la nada y el desierto; la semejanza, Dios, el exilio y el libro. 

 

Recordemos el dictamen de René Berthelot en La pensée de l'Asie et l'astrobiologie: «El monoteísmo es la religión del desierto». En efecto, el desierto es un lugar propicio para la revelación divina, entraña su clima y su sequedad una aspiración a la pureza y la ascesis. Lugar del éxodo del pueblo de Israel y de la relación sin mediaciones con la divinidad. Topografía de la desposesión que porta, incluso, su simiente alegórica en cuanto alude a una vía mística que finaliza en el valor de la nada. Escuchemos a Jabès: «Si hiciera falta una imagen de la Nada, la arena nos la proporcionaría». ¿No sostenía el rabino Joseph ben Shalom que ninguna transformación, ninguna crisis o cambio puede acaecer sin que se produjera el contacto con la nada? 

 

Acerca del extranjero se plantea la problemática de la otredad que puede comunicar al yo con el otro, no en su abstracción, sino en su proximidad concreta. Por ello dirá en Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato que «El extranjero te permite ser tú mismo al hacer de ti un extranjero». Pero la solidaridad que comporta el conocimiento del otro nos trasladará, indefectiblemente, a la verificación de la soledad esencial del sujeto.

 

Sus libros nos remiten a un sentido orgánico de la angustia. Así, se ha hablado de una cierta teología de carácter negativo, una mirada que gira alrededor de la carencia del mundo, o, para expresarlo con las palabras de Víctor Sosa, una poética basada en «una desertización de la mirada que ya no puede celebrar sino, tan sólo, atestiguar la tragedia de la pérdida».

 

 

 

 

SEGUNDO MOVIMIENTO: EL VÉRTIGO DEL LIBRO

 

En el año 2000 la editorial Trotta publicó la traducción de un texto fundamental para todo lector de Edmond Jabès: Du désert au livre. Se trata de una suerte de diálogo o entrevista que mantuvieron, allá por la década de los ochenta del siglo pasado, el mencionado autor y Marcel Cohen. Una de sus peculiaridades consiste en el carácter lateral de la pieza, considerada con respecto a los otros libros de Jabés. Lateral, decimos, y por ello mismo, imprescindible, dada su condición o aspiración esclarecedora sobre la obra de este autor tan singular. Ciertamente, habría que incidir que el adjetivo de esclarecedor operaría distorsionando el verdadero sentido: las palabras, en Del desierto al libro, no alumbran las zonas de oscuridad, brindan la oscuridad con toda la cegadora carga de ausencia que les es consustancial. Más que esclarecer, ahonda en los movimientos de su escritura propiamente creativa aunque mediante un tono más directo, sin la infinidad de máscaras ficcionales que suponen los sabios y rabinos que habitan sus libros. Acaso habría que resaltar que toda la producción jabesiana emerge de las fallas o grietas en el margen de un libro que prolongara, en su caos oceánico, el vértigo. 

 

La búsqueda es una pregunta hacia la nada que ha de convocar a las palabras vírgenes, conocedoras del gravamen de su memoria. La existencia como perpetua pregunta recomenzada; sospechosa toda respuesta que ignore u olvide su validez puramente transitoria: «El libro, en el que se supone que todo es posible a través de una palabra que creemos poder dominar, y que, finalmente, resulta que no es más que el lugar de su fracaso». 

 

En el centro de ese libro ideal, arquetípico, al que aspira todo libro —y que apenas será rozado por las frases que circulan por la hoja— un vacío configura, en su débil trazo, la imagen de un hombre solitario. Extranjero del extranjero, hermano de la arena. En el libro, este extranjero se reconcilia con su diferencia: entiende que la agonía del silencio es el sentido mismo del vocablo que anhelaba. Persecución del sentido de la palabra primigenia o última; encuentro del silencio que se revelaría, paradójicamente, como espacio hacia el que las palabras tendían, perfilando una pasión agotadora:

 

La palabra tiene permiso de residencia únicamente en el silencio de las demás palabras. En primer lugar, hablar es apoyarse en una metáfora del desierto, es ocupar una blancura, un espacio de polvo o ceniza, donde la palabra victoriosa se ofrece en su desnudez liberada.

 

Las manifestaciones de Jabès rotan alrededor de las preguntas de Marcel Cohen, rehuyendo cualquier fijación que aboliera su sed de apertura. Diálogo, pues, que nos remitiría a la visión del árbol ofrecida en la proliferación de sus ramas y en la agónica, exhausta indagación terrestre de las raíces: profundización hacia el mineral y el agua, como en aquellos versos que el poeta alemán Peter Huchel dedicara a su hijo en el poema «El jardín de Teofrasto»:

 

ten presente, hijo mío, ten presente a quienes un día

plantaron conversaciones como se plantan árboles.

 

Además de las constantes referencias y alusiones a su escritura, Jabès desgrana también su pensamiento sobre temas que siente próximos o sobre sus avatares biográficos. Este breve opúsculo de Jabès, como todos los suyos, se adhiere a esa región de la escritura donde las fronteras quedan abolidas, puesta entre paréntesis toda certidumbre, para engendrar así una honda meditación. Palabras de un libro que nos confrontan con el desierto, ardientes arenas del pensar. 

 

 

 

 

TERCER MOVIMIENTO: LIBRO DE FRAGMENTOS, ÉXODO DE LOS SIGNOS

 

En sus conversaciones con Marcel Cohen, Edmond Jabès declara que si alguna coherencia anida en sus libros, no es otra más que la continuidad de sus contradicciones. De ahí la «poética de la contradicción» a la que alude la investigadora Lisa Block de Behar. Poética que se estructuraría, según esta misma autora, según «un régimen de oposiciones que reduce su retórica a las figuras de la contradicción». La antítesis es un recurso estilístico de todas las épocas, pero que juega un papel relevante en la «Inefabilidad de los estados cimeros del proceso místico», como bien advierte Dámaso Alonso en su opúsculo La poesía de San Juan de la Cruz. Y José Ángel Valente, partiendo de una apreciación de Rudolf Otto, discurría que «Ciertas experiencias extremas tienden a formas análogas de lenguaje (o de suspensión del lenguaje) y a formas análogas de simbolización». Aunque en el caso de Jabès podríamos inferir que esta convergencia supone un remozamiento con una clave fundamental de variación (que es la que dota de absoluta modernidad a la propuesta): formularse desde la conciencia de la muerte de dios, de su oquedad, y la consiguiente dimensión de exilio ontológico de la criatura, desvalimiento espiritual que restituye la sublimación de la materia pues reconoce en ella su único destino.

 

Uno de los elementos más significativos, asimismo, de la estructura de las obras jabesianas, es su carácter fragmentario. La escritura de Jabès tiende a formular una arquitectura sustentada por segmentos de diversa naturaleza: aforismos, versos, segmentos narrativos o casi ensayísticos, se suceden de tal manera que conforman un cuerpo textual abierto y donde el caos aparente expresa, más bien, una especie de multiplicidad que se muestra reverberante por la permanencia de ciertos motivos. Una escritura así, atravesada por todos los géneros, multiplica las voces del texto que nos dan acceso a caminos divergentes o complementarios. Estas voces del texto llegan a ser, también, las de la escritura de los otros; así procede, por ejemplo, en El libro de los márgenes, donde las palabras de nuestro autor se funden y dialogan con las de autores como: Bernard Noël, Maurice Blanchot, Jacques Derrida, Georges Bataille, Roger Caillois o Emmanuel Lévinas, entre otros. Se convierte en sustancia primordial lo que era accidente: la glosa, el escolio, se rebela desde los márgenes y nutre el cuerpo del libro, manteniendo la memoria de la palabra prestada de la que nace.

 

La fragmentación como modo de acercarse al libro total. Una variante: el fragmento como única posibilidad viable dada la incrustación, en el núcleo mismo de la escritura, de una ausencia sempiterna: la ausencia de dios. En definitiva, discontinuidad del texto que es, a su vez, continuidad del pensamiento astillado, asediado por la nada.

 

¿Interrogar a la página que formará el libro porque Este es trasunto del universo? ¿Conocer el vocablo es conocer la inmanencia del ser-aquí? ¿Radica la importancia de este anhelado libro total en que cifra la completud del mundo? He aquí, pues, otra larga tradición que retoma y que hunde sus raíces tanto en una perspectiva religiosa (rememoremos la sentencia del sufí Ibn Arabi: el universo es un inmenso libro debido a la pluma divina) como científica (que se remontaría al menos a los albores de la historia de las matemáticas, pero que refunda la ciencia moderna y queda compendiada en las palabras de Galileo en Il saggiatore: el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático).

 

Acaso sea el mayor compromiso de la obra jabesiana su concepción del riesgo, no solo formal sino, sobre todo, semántico —ofrenda incondicionada a una visión de la extranjería en el texto que funcionaría como una cruenta batalla de reconquista en cada página, en cada línea: una escritura entregada a un permanente cuestionamiento de sus propias posibilidades y mecanismos expresivos—. Asunción de un compromiso extremo con la escritura que no era ajena a —sino deudora de— una disposición ética concreta. Así podemos comprender sus confesiones acerca de sus ideas políticas, o el rechazo a la influencia del novelista sobre su narración (rechazo que difiere sensiblemente del que promulgaban Breton y sus compañeros surrealistas), como formas distintas de un mismo pacto. Escritura, repito, que por su alta conciencia crítica, pareciera sometida continuamente a una fuga de sí misma, al éxodo de los signos mismos que la escriben.

 

 

 


Daniel Bernal Suárez

 

Daniel Bernal Suárez (1984). Escritor, crítico literario y gestor cultural. Ha publicado los poemarios Escolio con fuselaje estival (2011), Corporeidad (2012, Premio Internacional de Poesía Luis Feria), Odiana (2014), El tiempo de los lémures (2014, Premio de Poesía Pedro García Cabrera) y Meditaciones del pez austral (2020, Premio Nuevas Escrituras Canarias), y el volumen de microrrelatos Manual de crucificciones (2019). Dirige la revista La salamandra ebria.