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Selección de microrrelatos

Ginés Cutillas

 

 

 

EL KOALA DE MI ARMARIO

 

Un koala vive en mi armario. Sé que suena extraño pero una noche, a las cinco de la mañana, un ruido me despertó. Cuando abrí los ojos no di crédito a lo que veía: un koala se dirigía haciendo eses hacia mi armario. Lo abrió, se acurrucó entre la ropa plegada y cerró la puerta.

 

En un principio pensé que soñaba pero, tras levantarme a comprobarlo, me di cuenta de que tenía al animal viviendo en el armario desde vete a saber cuándo. Como dormía plácidamente, me dio pena despertarlo. Así que cerré la puerta y me acosté pensando en qué le diría al día siguiente. Pero cuando amaneció no se me ocurrió qué decirle (¿qué se le dice a un koala que vive en tu armario?) y así fueron pasando los días. Poco a poco le fui haciendo espacio para que estuviera más cómodo. Nunca le dije nada. Incluso alguna noche, cuando tardaba en llegar, me preocupaba y no apagaba la luz hasta que lo veía aparecer mientras me hacía el dormido. Si llegaba muy borracho hasta le ayudaba a subir con la seguridad de que al día siguiente no se acordaría.

 

Él sabe que yo sé que existe, pero hemos llegado al trato no oral (ni escrito) de ignorarnos.

 

Escribo esto en un papel mientras como en la mesa. Él está sentando enfrente de mí, masticando hojas, justo delante de la tele. Yo hago como que no le veo. 

 

 

 

 

NOTAS FALSAS

 

Eligió la melodía con cuidado. Debía ser lo suficientemente pegadiza e inusual. Al día siguiente, en la oficina, se pasó toda la mañana silbándola al oído de su compañero.

 

Cuando por la noche llegó su mujer a casa tarareándola, se confirmaron sus sospechas. 

 

 

 

 

LA DESESPERACIÓN DE LAS LETRAS

 

Estaba viendo la tele cuando oí un fuerte estruendo detrás de mí, justo en la biblioteca. Me levanté extrañado y fui a comprobar qué era. Una masa inconsistente de papel agonizaba a los pies de la estantería. La cogí entre mis manos y desmembrando sus partes pude adivinar que aquello había sido un libro, Crimen y castigo para ser exactos. No supe encontrar una explicación lógica a tan extraño incidente.

 

A la noche siguiente, estando de nuevo delante de la televisión, el inquietante ruido. Esta vez, irónicamente, había sido Ana Karenina quien se había convertido en un manojo de papel deforme que yacía a los pies de sus compañeros.

 

Unas noches más tarde me di cuenta de lo que ocurría: los libros se estaban suicidando. Al principio fueron los clásicos. Cuanto más clásico, más alta la probabilidad de estamparse contra el suelo. Después comenzaron los de filosofía, un día moría Platón y al otro Sócrates. Luego les siguieron autores contemporáneos como Hemingway, Dos Passos, Nabokov…

 

Mi biblioteca estaba desapareciendo a pasos agigantados. Había noches de suicidios colectivos y yo, por más que me esforzaba, no conseguía encontrar un rasgo común entre las obras kamikazes que me permitiera saber cuál iba a ser la siguiente. Una noche decidí no encender la televisión para vigilar atentamente los libros. Aquella noche no se suicidó ninguno. 

 

 

 

 

FUSILAMIENTO PREVENTIVO

 

«Sabemos su secreto. Si no mata a Rubén Ramos lo haremos público». Eso era todo lo que ponía la nota. Ser el hombre más poderoso del país conlleva que de vez en cuando te lleguen anónimos como este. Por más que pienso no se me ocurre quién ha podido escribir esta nota. Ni siquiera conozco a ese tal Rubén. ¿Qué interés tienen en su muerte? Yo por si acaso lo he mandado arrestar y fusilar. No tenía elección, imaginen el escándalo si mi secreto se hiciera público. Por otra parte tampoco sé muy bien a qué secreto se refieren.

 

 

 

 

AHORA QUE NUESTROS NOMBRES SE ESCRIBEN EN PIEDRA

 

¡Qué raro que me llame Federico!

Lorca

 

Hasta los once años me llamé Federico, a pesar de que a mis padres no les convencía mucho el nombre. No está formado, decían. Cuando se le escriba en la cara, le pondremos uno más afín. Y así fue: a los doce, con el cambio de voz, decidieron que Federico ya no correspondía con mi talante, que el mejor nombre que me podía ir para la adolescencia recién estrenada era el de Francisco, Paco para los amigos. Este nombre me duró justo hasta la noche de bodas, cuando en pleno éxtasis, mi mujer me llamó Carlos. «Me casé con Paco y me desvirgó Carlos», era la típica broma que solía hacer a los amigos. 

 

Desde entonces, he cambiado de nombre en cuatro ocasiones más. A veces incluso solapando épocas: en la oficina y en el gimnasio me sentía Luis, pero el cuerpo me pedía ser Raúl para echarme los faroles en la partida de póquer de los jueves.

 

Mis amigos, los de toda la vida, se confundían. Para no marearlos demasiado y evitar malentendidos, consentí en colgarme al cuello una medalla bien visible con el nombre vigente grabado. Aun así les costaba, decían que no era normal, que ellos habían nacido con uno y que el mismo les habría de durar toda la vida. Yo les decía que habían tenido suerte, que sus rostros se habían amoldado a sus nombres, que los habían aceptado. Para tranquilizarlos, les decía que algún día, todos nos llamaríamos igual. 

 

 

 

 

LOS CANTONES DE MI CASA

 

Mis padres no se entienden: mi padre habla chino y mi madre habla sueco. Nos dimos cuenta mi hermana y yo esta mañana en el desayuno, cuando ninguno de los dos comprendíamos lo que estaban diciendo. Laura se dirigió a mí en suajili, nuestra lengua secreta, para hacerme partícipe de esta observación. Yo no tardé en comentárselo a mi madre en francés, la lengua que uso exclusivamente con ella porque sé que nadie más nos entiende, ganándome ipso facto una patada por debajo de la mesa de mi hermana. Acto seguido, creo, se ha chivado a  mi padre en alemán, a sabiendas de que mi madre y yo sabemos decir guten morgen y poco más. 

 

Al llegar al colegio les he contado todo esto a mis amigos en arameo –el idioma oficial del patio–, y también que anoche pillé a mi madre en el rellano susurrando polaco con el vecino a espaldas de mi padre. Dicen que esto no pinta bien.

 

 

 

 

UNA HISTORIA DOMÉSTICA

 

Descubrir las plantas fue extraño pero agradable al fin y al cabo. Siempre había pensado que al estudio de soltero le hacía falta un toque femenino.

 

Menos agradable fue encontrar tampones usados en la papelera del baño. No porque no fuera normal encontrarlos allí –no quisiera ofender a nadie con mis palabras–, sino porque vivía solo y, que yo supiera, sin pareja estable ni de las otras.

 

Que cambiara el color de la pared de un día para otro fue inquietante, pero enseguida le pillé su aquel. Daba cierta calidez al piso.

 

Al poco, los muebles cambiaron de lugar. Eso me molestó. No obstante tuve que admitir cierta lógica en la nueva distribución. Le siguieron otra cortina de baño, una alfombra en el salón, estores en las ventanas, una vajilla nueva, pero también pelos largos en la ducha, montañas de braguitas por los cajones y elementos de un estuche de maquillaje desparramados por toda la casa.

 

Cuando sopesé qué hacer con la intrusa comenzaron las cenas románticas. Llegaba de la oficina y solo tenía que sentarme a disfrutar de la música, las velas y los exquisitos platos que ignoraba que mi precaria cocina pudiera arrojar.

 

En agradecimiento, he comenzado a dejarle notas cariñosas en la nevera y rosas sobre la almohada que más tarde aparecen en los jarrones.

 

Yo trabajo. Ella me cuida. Me consta que somos la envidia de los vecinos: jamás nos han oído discutir.

 

No la conozco. Y creo que es mejor así. 

 

 

 

 

DESCONFIANZA CIEGA

 

Somos un modesto equipo de fútbol que entrenamos por las noches. Tan modestos somos que llevamos varios meses con una mitad del campo completamente a oscuras.

 

En más de una ocasión hemos sido testigos de cómo arreglan los focos, pero siempre surge alguna nueva avería que devuelve ese trozo de terreno indefectiblemente a las sombras. 

 

No tuvimos más remedio que acostumbrarnos a entrenar en la parte iluminada. 

 

El problema surge cuando las pelotas extraviadas acaban en el lado oscuro y algunos jugadores van a buscarlas rebasando la frontera que traza la luz. Nunca más volvemos a saber de ellos: simplemente desaparecen, como si la negrura se los tragara.   

 

Perdimos de esta manera a casi todos los suplentes –los más fáciles de embaucar–, así que obligamos al club a comprar más balones para que, al menos, pudiéramos acabar los entrenamientos y convencimos al utillero de que cada mañana recogiera los que habían pasado la línea y los trajera de vuelta.   

 

Una noche nos quedamos pronto sin balones. Conscientes de que no había más ingenuos entre nosotros, decidimos dar por finalizado el ejercicio y comenzamos a retirarnos cabizbajos de la cancha, pero entonces ocurrió lo inesperado: alguien nos lanzó la pelota desde el otro lado. Perplejos, uno de nosotros la pateó devolviéndola a la oscuridad. A los pocos segundos estaba de vuelta. 

 

No tardamos en organizar los partidos de entrenamiento con nuestros compañeros desaparecidos. Les lanzamos petos azules y rojos para que se los repartieran, igual que hicimos nosotros a este lado, y montamos dos equipos.

 

Desde aquí, nos limitamos a pasar el balón a la otra parte donde sabemos que ellos siguen con nuestras jugadas y esperamos, agudizando el oído, a que vuelva a aparecer para seguir nosotros con las suyas.

 

Cuando oímos que gritan gol, los defensas de aquí lo celebran levantándose la camiseta y haciendo el avión. Estamos convencidos de que allí los delanteros hacen lo mismo. 

 

A veces, con la embriaguez del tanto, nos dan ganas de cruzar el límite para celebrarlo juntos, pero no nos fiamos: ¿por qué no lo hacen ellos? 

 

 

 

 

LOS BÁRBAROS

 

–¿Qué esperamos congregados en el foro?

Es a los bárbaros que hoy llegan.                                                                                                           

Constantino Cavafis

 

Ante la inminencia de su llegada, no dudamos en derrumbar las murallas de la ciudad para que no pensaran que osábamos mostrar resistencia y enojarlos aún más, pero también incendiamos las cosechas con el fin de desanimarles si venían con intención de quedarse. Dejamos de escribir las leyes, convencidos de que ellos las rescindirían y también olvidamos castigar a los malhechores, que pronto se adueñaron de la ciudad. A los niños los abandonamos a la deriva en barcos y a todas las mujeres en edad fértil, por no matarlas, les extirpamos los úteros para que ninguna criatura impía creciera en ellos. A los ancianos les dimos una muerte digna y los enterramos con todos los honores.

 

Más tarde, reunidos en el ágora, debatimos si matar al Rey, por aquello de adelantarles trabajo y quizá conseguir que nos mostraran clemencia. En medio de tanto caos, con la cabeza del monarca todavía rodando por el suelo llegó el oteador, exhausto, para comunicar que ni rastro de los bárbaros, que nadie los había visto en años y que incluso había quien aseguraba que ya no existían. 

 

 

 

 

UN PEQUEÑO PROBLEMA

 

 

Dejé de usar reloj el día en que mi mano izquierda desapareció. Me costó mucho hacerme a la idea de su pérdida pero pensé que la mano derecha sería suficiente para los quehaceres diarios.

 

Más complicada fue la desaparición de las rodillas, pues aunque los pies seguían estando allí, no existía nexo alguno con el resto del cuerpo, así que tuve que abandonarlos en el zapatero. El sitio más lógico que supe encontrar.

 

El día que desperté sin cadera, me planteé ir al médico. Éste no encontró explicación a lo que me estaba ocurriendo. Analgésicos y descanso fueron sus consejos. Pero no funcionaron.

 

A la cadera le siguieron el brazo izquierdo, el torso, la espalda y los hombros. Lo que provocó la caída del brazo derecho que aún desembocaba en mano. Él solito reptó hasta el zapatero y se metió dentro, supongo que por aquello de no sentirse solo.

 

Y allí estaba yo, con la cabeza y el cuello pegado al suelo cual seta silvestre.

 

Lo último que acerté a pensar, antes de desaparecer completamente, fue: «Quizá ella me esté olvidando».

 

 

 

 

EL PACTO

 

Cada día cambian las fronteras. El lunes amanecemos en Rusia y el domingo nos acostamos en Polonia, no sin haber sido alemanes algunas jornadas entre semana. Ante tal disparidad de nacionalidades, y para evitar fusilamientos malentendidos, los contendientes han decretado libertad de movimiento para la población civil en la franja fronteriza; y como las noticias son más lentas que los carros de combate de turno que vienen a conquistarnos, solo tenemos que esperar a oírlos hablar para comunicarles en su mismo idioma que ya somos una extensión de su país. Ellos tan contentos, nos dan pan.

 

 

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* Los microrrelatos de esta selección están extraídos de los libros Un koala en el armario (Cuadernos del Vigía, 2010 y Pre-Textos 2021) y Vosotros, los muertos (Cuadernos del Vigía, 2016).

 

 

 


Ginés Cutillas

 

Ginés S. Cutillas es profesor de la Escuela de Escritores, codirector de Quimera y colaborador literario en Todos somos sospechosos de Radio 3. Autor de La biblioteca de la vida (2007), Un koala en el armario (2010 y 2021; finalista Premio Setenil), La sociedad del duelo (2013), Los sempiternos (2015), Lo bueno, si breve, etc. Decálogo práctico del microrrelato (2016), Vosotros, los muertos (2016), Mil rusos muertos (2019) y El diablo tras el jardín (2021). Como antólogo ha coordinado Los pescadores de perlas (2019).