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'Este idioma mío que no me enseñó nadie': el verso herido de Natalia Sosa

José María García Linares

 

 

 

«Mirad a esa mujer, dicen algunos, / callada frente al mar cada mañana. / Es una pobre loca soñadora, / una pobre mujer que desde siempre / soñó con ser gaviota y tener alas». Estos versos pertenecen al poema «Frente a la isla», del primer volumen de la poesía completa de Natalia Sosa (Las Palmas de Gran Canaria, 1938-2000), una de las escritoras que rescata, nuevamente, con su buen hacer la editorial Torremozas. Fue publicado en 2018 con el título No soy Natalia, y es ahora, en 2021, cuando ha visto la luz Soy éxodo y llegada, el segundo volumen, con el que se da cuenta de toda la poesía de la escritora grancanaria y con el que se celebra el Día de las Letras Canarias 2021. Certeramente prologada por Blanca Hernández Quintana, esta edición recupera una voz doblemente silenciada (mujer y lesbiana) por el heteropatriarcado que, sin embargo, ha resistido los embates de la moral nacional-catolicista para alzarse hoy como ejemplo de subversión y resistencia, teniendo en cuenta, además, la propia dificultad de la condición de poeta, es decir, como señalaron en su día Sandra Gilbert y Susan Gubar (1979b), la mujer poeta, muchísimo más que la novelista, representa una amenaza para el sistema heteronormativo puesto que, tradicionalmente, la labor poética ha estado y se ha considerado una labor propiamente masculina. 

 

El primer volumen, titulado No soy Natalia, está conformado por los libros Mujeres en la isla (1957-1962), Muchacha sin nombre y otros poemas (1980) y Autorretrato (1981).  El problema de la identidad, del silenciamiento de la condición sexual o de la verdad frente a la mentira laten con muchísima intensidad desde el primero de los textos, «Hipocresía» (29), de Mujeres en la isla. Aunque breve, es este un libro absolutamente esclarecedor para comprender todo el proceso de construcción del sujeto poético en libros venideros. El poema lee así:

 

No soy la que camina con la risa en la boca,

ni la que va de paso con la mano extendida.

No soy la compasiva, ni la triste y callada:

soy la que lleva en sí la hipocresía.

No os canséis de mirarme con la mirada abierta,

cual lobos al acecho de mi temor oculto.

Yo soy la hiedra extraña que trepa en una risa

y llora en la raíz, bajo la tierra roja.

Yo soy la piedra dura donde la mar se agota,

la fusta que no tiembla, la espuela congelada:

mi semblanza presento sin dolor y sin sombra.

Miradme, conocedme, sabedme de esta forma 

terrible que no oculto.

Mañana seré otra de la que ahora escribe.

Su presencia está cerca:

ceñida a mi cintura

trepará

locamente

hasta mi boca.

 

Como decía Juan Carlos Rodríguez (2000) la construcción del yo es la clave de bóveda de la poesía moderna porque solo desde el propio yo se puede hablar del yo de los otros. Pero es que, además, es a través del proceso de construcción del yo, del nombrar del yo, como asistimos al nombrar de la realidad, del mundo. En esta basculación entre el «no soy» y el «yo soy» de Natalia Sosa encontramos el esfuerzo titánico por definir a través de este pulso una identidad considerada como imposible o mejor, fantasmática. El término se lo debemos a Terry Castle (1993), que definió muy bien «el efecto fantasma» relacionado con la figura de la lesbiana, es decir, para gran parte de la sociedad y, en concreto la española de la dictadura, este tipo de mujeres simplemente no existe.  Por eso tomar la palabra es tan relevante, porque es a través de ella como se rompen silencios largamente establecidos. Adrienne Rich (2019a: 119-129) defendía ya en un texto de 1975 la necesidad de hablar con sinceridad, de decir la verdad: «El inconsciente desea la verdad. Como también lo desea el cuerpo. La fecundidad y complejidad de los sueños tienen su origen en la complejidad y fecundidad del inconsciente, que se esfuerza por satisfacer ese deseo. La complejidad y la fecundidad de la poesía nacen de esa misma lucha». Continuamente asistiremos, pues, al choque entre el deseo de la voz poética y la realidad de su tiempo («Miradme, conocedme, sabedme de esta forma / terrible que no oculto / (…) Mañana seré otra de la que hoy escribe»), de ahí que, para poder decir y esquivar la censura política, la poeta deba echar mano de todo un entramado simbólico que se irá desplegando a lo largo de todos sus libros. 

 

Hernández Quintana (2018: 13-14) señala con acierto la importancia de contextualizar la obra de Natalia Sosa en el franquismo para poder comprenderla, puesto que «el franquismo, amparado en el ideario del nacionalcatolicismo, refuerza el cumplimiento de una férrea moral que recae, principalmente, en la mujer y en el control de su cuerpo, destinado a ser esposa y a la procreación, y en una renovada y fortalecida persecución a la homosexualidad» que fue considerada, como se sabe, una enfermedad mental. Sosa Ayala escribe su obra durante los años de la dictadura, y es de sobra conocida la modificación llevada a cabo en 1954 de la Ley de Vagos y Maleantes y la inclusión de la represión homosexual.

 

Sin embargo, aquí es necesaria una puntualización. Como ya señaló Rich (2019b: 160) en un texto de 1977, hoy matizable pero válido en sus tesis fundamentales, las lesbianas se han visto obligadas a vivir entre dos culturas de dominio masculino. Por un lado, la cultura heterosexista patriarcal con sus imposiciones matrimoniales y maternales, que empujan a la mujer lesbiana hacia la clandestinidad, la culpabilidad, el autodesprecio y el suicidio, y por otro la cultura patriarcal homosexual, creada por hombres homosexuales y fundamentada sobre estereotipos masculinos como la dominación y la sumisión, además de por la separación entre sexo y compromiso emocional. Por tanto, la dificultad para decir «yo soy» en la poesía de Natalia Sosa es doble, puesto que la voz poética debe enfrentarse y resistir a dos discursos bien apuntalados que hacen casi imposible hablar si no es en sus propios términos. Ni siquiera la visibilidad burlesca del «mariquita», que a pesar de la chanza y la ofensa testimonia la existencia del colectivo, es válida para la mujer lesbiana, desaparecida, silenciada. ¿Cómo ama quien, oficialmente, no existe? ¿Cómo dice que ama? Quizás sea «Atardecer» (43-44) el poema que mejor ejemplifique lo que estamos diciendo:

 

Ayer vino a verme una amiga de infancia:

hacía tiempo —eterno tal vez —,

que no nos conocíamos.

En aquel ayer, su hogar

 —geranios y dalias,

muro de aroma ya desvanecido—,

se abría a mis ventanas.

Mi amiga era delgada,

pensativa, obediente.

Yo tenía trenzas desvaídas

y las manos inquietas

y soñaba ya, entonces.

Juntas descifrábamos misterios

entre rojos claveles y albos azahares.

Limpias y tímidas mirábamos,

desde la acera que con el sol lucía,

aquello que creíamos un mundo diferente:

—las bestias jadeantes,

los besos a hurtadillas…—.

(…)

 Aquel principio de mi amor primero.

(…)

Amar… Yo estoy sufriendo…

(…)

 

Ese «soñaba ya entonces», ese «Limpias y tímidas mirábamos / (…) aquello que creíamos un mundo diferente» nos sitúa en la línea de lo que Zimmerman (1993) defendía sobre la identidad lesbiana, es decir, no se trataría solo de un acto sexual o de nacimiento, sino de un acto de mirar y de mirarse con ojos nuevos, de saberse diferente. Asumir la diferencia es lo que permitirá a la voz poética adquirir una subjetividad alternativa que funcionará como herida palpitante a lo largo de toda su obra. La imposibilidad de nombrar el deseo impide, como no podía ser de otra manera, la normalización y la aceptación absoluta, de ahí todo el aparato metafórico y simbólico con el que decir aquello que, oficialmente, no puede ser dicho, lo cual está muy cerca de lo que sostienen Gilbert y Gubar (1979a: 73) de la mano de Emily Dickinson a propósito de las escritoras, esto es, decir la verdad pero decirla de manera indirecta: «las mujeres han escrito obras literarias que, en cierto sentido, son como palimpsestos, obras cuyas superficies ocultan y oscurecen niveles de significación más profundos, menos accesibles (y menos aceptables socialmente)».

 

Aunque será más adelante cuando nos detengamos en ello, fijémonos en la presencia de elementos vegetales en los dos poemas que hemos comentado: la hiedra, la raíz, los geranios y las dalias, los claveles y los azahares. El aparato simbólico de la poesía de Sosa Ayala es mayoritariamente vegetal. Las identificaciones del sujeto poético con la hiedra o la buganvilla son muy significativas. 

 

En Muchacha sin nombre y otros poemas nos encontramos a un yo lírico incapaz de reconocerse en el corsé identitario impuesto por la época. El poema paradigmático, en este sentido, es el celebrado «Muchacha sin nombre», en el que leemos «No me llamo Natalia. / Jamás nací. / O si nací fue muerta. / (…) Mas yo, yo no soy yo. / No soy Natalia». Es este un sujeto poético que está luchando contra sí mismo, defendiéndose de lo impuesto. A pesar de que el libro está publicado en 1980, el final de la dictadura no implicó el arrinconamiento de los valores del discurso patriarcal / nacional-catolicista con los que creció nuestra autora. Ese doble proceso de censura que sufre la mujer lesbiana, social y personal, lastra la construcción de una identidad que se debate entre la fidelidad a una misma y la aceptación social. De ahí que las referencias al Dios cristiano sean numerosas a partir de este momento en su producción literaria (sobre todo en el siguiente libro, Autorretrato, con poemas como «Comenzar la vida», «Ruego», «Déjame ser tu amiga», «Ya no quiero el amor», «Plegaria», «A mis manos»), es decir, la voz poética se considera creada por la divinidad y a la vez recrimina la decepción, la severidad o la pena, como en «Mi primer poema» (47). Es la contradicción entre el saberse fuera de la norma y la necesidad de dialogar con la misma, es decir, no hay una ruptura absoluta con lo aprendido, sino la conciencia de ser distinta, diferente, y el dolor y la soledad que ello supone. Es un sujeto poético que no solo no tiene nombre, sino que «Soy una muchacha que no tiene presente» (48). Una conciencia de otredad tan bien representada en los versos de «El cansancio» como «Mi destino es seguir siendo la misma, / recorrer mis distancias sin descanso» (50) y que va a generar en consecuencia gestos y respuestas que serán característicos de toda la producción lírica posterior, como por ejemplo la ira. Precisamente titula así uno de los textos más interesantes de Muchacha sin nombre…, fundamental para descifrar la particular poética del agua que despliega Sosa Ayala a lo largo de toda su obra:

 

Yo quería tenderme a lo largo de un río,

y contigo subir las montañas más altas,

escalar las sublimes paredes del pecho

para decir después: ¡He salvado

el tesoro azul de la esperanza!

Yo quería tener un corazón de lila

y ser una pradera interminable,

y contigo ser hierba, lluvia, risas,

estrellas y palabras.

Pero he aquí que el río quedó paralizado,

que los olvidos fueron minando la montaña

y el pecho es un inmenso hueco

donde mueren

los extraños deseos del pasado.

No he sido nada, nada, salvo este vacío,

este torpe cansancio y este ciego dolor

que me aprisionan

entre todas las cárceles.

La ira me estremece. Has cercenado

cuanto había en mí de amor.

Ante mis pies, la llanura se abre.

Furiosa, transida por violentas congestiones,

vuelvo, sin una lágrima, la espalda. 

 

La expresión del deseo aparece en numerosas ocasiones simbolizada por el agua en movimiento, a la manera de Garcilaso o de Federico García Lorca, pero también la propia feminidad, como expusieron en su día Cixous (1995) o Toril Moi (1988). Incluso para Keefe Ugalde (2007: 77) «Las escritoras del siglo XX (…) recurren reiteradamente al agua como símbolo de la transformación ontológica y del renacimiento de la subjetividad.  Cuando hay pasión, cuando hay atracción o deseo sexual, la lluvia, el río o el mar corren por los versos de Natalia. Cuando los sentimientos quedan cercenados, las aguas se detienen, se aquietan, se vuelven lagos. Todo el aparato simbólico se irá desarrollando con más profundidad  e intensidad en Los poemas de una mujer apátrida, en textos como en «Yo te digo que si tú quisieras» (111) («Yo te digo de forma casi inaudible: / si tú quisieras, si tú aceptaras mi sed / y la ahuyentaras, / dándome de tus ríos una orilla cualquiera, / de esas orillas tuyas que en la espera / desgranas / (…) si tú quisieras ser el junco sin medida / de mi lago (…)”), «Y yo creí que el amor era mi patria» (120) («El ser que encontré y yo, / palabras semejantes y versos pronunciamos / y compartimos / casi / el mismo ritmo, hasta que yo deserté en el aire, / y proseguí buscando, / río tras río, / el nombre imaginable de mi patria») o «El terreno en que yo planté mi boca» (155) («En el terreno en que yo planté mi boca / encontré eucaliptus y laureles, / hallé ríos, montañas y jazmines. / Encontré los colores de las rosas; / (…) ¡qué gozo aquel fluir de tantas aguas de distintos sabores y de sales»).

 

La actitud airada del sujeto poético es resultado de la imposibilidad de ver cumplidos sus deseos. Del «Yo quería…» del primer y sexto verso (río, lluvia) al «No he sido nada, nada, salvo este vacío» de la cuarta estrofa, las expectativas de la voz lírica sufren esa paralización (río paralizado) de la que hablábamos hace un momento, provocando la ira y la furia (congestionada, sin lágrimas). Unas páginas después, en otro poema clave, «La extranjera» (71), volvemos a encontrarnos con «la ira inútil e infecunda / con que me enfrento a mi morir constante»:

 

Como vapor de lluvia en el asfalto,

cada paso que emprendo se hace nube.

Soy la extranjera inquieta

que por la calle huye

en busca del hotel del que ha extraviado

nominación y número,

con el miedo brotando de los labios

y aterrados los ojos por lo cierto

de saberse en el exilio sola.

Mi nombre solo es bruma entristecida

y nadie lo pronuncia, por extraño;

ni siquiera otro amor lo ha cobijado

en la terrible hora de tu olvido.

Extranjera en las noches que me aman,

e igual que gime el aire enfurecido

 —oh, tus manos levísimas que el viento me arrebata—,

si otro aliento me siega la garganta,

mi nombre y tu distancia se estremecen 

desde el dolor del alma.

En cada paso, en la pasión del sexo,

en el éxtasis de Dios, en la mañana clara;

en la ira inútil e infecunda

con que me enfrento a mi morir constante,

extranjera, extranjera y extraña

me definen,

extranjera y extraña me comporto.

 

Hélène Cixous (1995: 20-22 y 58) señala que la mujer es una extranjera cuyo exilio empieza con el cuerpo femenino, secuestrado y transformado en algo extraño, al igual que su espacio lingüístico. Keefe Ugalde (2007: 32-33) rastrea en la introducción de su trabajo sobre las poetas del 50 y del 70 las distintas representaciones de la extranjería y del destierro. Autoras como Julia Uceda (1925), María Teresa Cervantes (1931) o Carmen González (1931) elaboran estas imágenes que expresan, en parte, la situación de la mujer en la sociedad patriarcal. En Natalia Sosa, además, la extranjería está cargada, como estamos viendo, de otras connotaciones que añaden un peso insoportable a la ya de por sí maltratada condición de mujer. En el poema que nos ocupa observamos,  de nuevo, la misma protagonista sin nombre, sin ubicación, sin identidad, de ahí ese sentimiento de extranjería provocado no solo por la mirada de los demás, sino por la propia: «extranjera, extranjera y extraña / me definen, / extranjera y extraña me comporto». Muchacha sin nombre… nos ofrece, pues, el itinerario de un sujeto poético desafectado, dolorido, melancólico, que se sabe fuera de la normatividad socialmente impuesta pero que, a partir de esa consciencia, empieza a formular una identidad nueva. Del no tener ni nombre ni presente, hemos pasado a saberse extranjera, el paso previo y necesario para que vea la luz un año más tarde Autorretrato. Es muy interesante el uso de la tercera persona en el primer poema que abre el libro, igualmente titulado «Autorretrato» (81):

 

No sé si la habréis visto

caminar solitaria una mañana

o llenársele los ojos de espuma muy menuda.

No sé si la habréis visto,

con el gesto cansado de su mano

acariciar mi frente con dulzura,

ni sé si habréis mirado

al fondo de sus ojos siempre tristes.

(…)

No sé si la habréis visto

errante y vagabunda por las noches

lejana, ausente, abandonada y sola,

ni sé si habréis notado

el dolor que tras la risa oculta. 

Tampoco sé si alguna vez sentisteis

la ira tan hermosa de sus ojos,

ni el azulado fuego de su mente

ni el equipaje que de sueños rotos

en andenes perdidos fue olvidando.

(…)

Quien no me ha visto así, no me conoce.

 

El yo aparece desdoblado en una tercera persona que funciona objetivamente, es decir, el cambio de deíctico favorece el alejamiento introspectivo y permite la visibilización real. Todo el mundo puede verla porque está ahí, a la vista de todos, y como es, como está, como existe, no tiene problema alguno en regresar a la primera persona en el último verso y reconocer que «Quien no me ha visto así, no me conoce». No hay, por tanto, una distinción tan acusada entre lo externo y lo interno, como ocurría en otros textos como el poema «Afuera el sol se ríe» (56) («Afuera queda el sol, como riendo. / Adentro quedé yo, como llorando»), sino integración.  Y, si nos fijamos, veremos que, aunque volvemos a encontrarnos con la ira de la que hablábamos antes, ahora el tono del poema es muy distinto. Se asume la extrañeza serenamente, se acepta la diferencia y su singularidad, por eso es «silenciosa, casi sombra, mujer y niña huraña, / pensativa, distante y muerta algunas veces. / No sé si la habéis visto / salvaje entre las flores, / incrédula y perdida, enamorada y dulce». Es este un procedimiento que volvemos a encontrarnos en «Frente a la isla» (86). El desdoblamiento en sujeto/objeto apunta a la necesidad de reconocimiento de sí mismo por parte del yo poético, pero también por los demás, con un matiz. No le importa el descalificativo de loca porque ya no le hacen daño las palabras de los otros. Es esa «locura» la que distingue a la voz poética de todas las demás, una forma de construir una identidad subvertida:

 

Mirad a esa mujer, dicen algunos,

callada frente al mar cada mañana.

Es una pobre loca soñadora,

una pobre mujer que desde siempre

soñó con ser gaviota y tener alas.

Mirad con qué insistencia se detiene

a contemplar la Isla, allá lejana.

¡Qué distante de su razón la nuestra!

 

Miradme, sí miradme.

A juicios de los hombres ya no temo.

Helados juicios

que con desdén quisieron

congelar las hogueras de mi pecho.

No los oigo. Soy una pobre loca,

mas, al fin,

mis oídos cerré a las voces vanas. 

Solo la tristeza del mar es lo que escucho.

(…)

¿Llamáis a esto locura?

Seguid vosotros, pues, con la cordura:

si loca me creéis, no me hacéis daño.

 

Como es sabido, calificativos como ‘excéntrica’ o ‘loca’ se aplicaron muchas veces a mujeres que poseían la voluntad suficiente para vivir contracorriente, «una persona con el valor necesario para anteponer la autenticidad y la propia afirmación a cualquier norma social establecida» (Galdona Pérez, 2001: 253). También Hernández Quintana (2018: 20) ha señalado que «lo diferente siempre ha causado miedo y rechazo», y por eso se ha considerado que «aquellos cuerpos y comportamientos que se salen del orden consolidado han perdido el juicio» e, incluso, Keefe Ugalde (2007: 34-35) alude a la locura como una constante en las poetas de los 50 y 70, como en el caso de María Victoria Atencia (1931), Blanca Sarasua (1939), Cecilia Domínguez Luis (1948), Rosa Díaz (1946), Juana Castro (1945) o María Victoria Reyzábal (1944).  Lo que representa el discurso poético de Natalia Sosa es, precisamente, una respuesta resistente, alternativa al poder heteropatriarcal, un cuestionamiento de las subjetividades oficiales, «normales» o «naturales» para el nacional-catolicismo en el que fue educada. Pero, además, estos dos últimos poemas que acabamos de leer, en donde contrasta la visión de los demás, que observan y juzgan, con la propia de la voz poética, ejemplifican muy bien la oposición que plantea Preciado (2002: 20-21) entre una «temporalidad lenta», que fija las prácticas, los cuerpos, el sexo y el género como realidades naturales, y la «temporalidad fractal» de la contrasexualidad:

 

La contrasexualidad juega sobre dos temporalidades. Una temporalidad lenta en la cual las instituciones sexuales parecen no haber sufrido nunca cambios. En esta temporalidad, las tecnologías sexuales se presentan como fijas. Toman prestado el nombre de «orden simbólico», de «universales transculturales» o, simplemente, de «naturaleza». (…) Pero hay también una temporalidad del acontecimiento en la que cada hecho escapa a la causalidad lineal. Una temporalidad fractal constituida de múltiples «ahoras» que no pueden ser simple efecto de la verdad natural de la identidad sexual o de un orden simbólico.

 

 Cada poema de Natalia Sosa es un ahora que rompe, que frena, que enfrenta la linealidad oficial como natural, de ahí la insistencia en motivos y temáticas, porque en el momento de la escritura cada uno de los textos es único en la significación, en la distorsión de la voz impuesta, en la interferencia del discurso heteronormativo. De ahí que no puedan hacerle daño aquellos que siguen aferrados a la cordura, porque desde la «locura» aceptada, el sujeto poético no sólo puede percibir y analizar el mundo de otra manera, sino también comprenderse y encontrar el sentido de su existencia. Esta identidad herida está muy bien representada en «Locura» (62), uno de los poemas de su siguiente libro, el titulado Diciembre

 

Todos me lo repiten: «Estás loca, ¿qué esperas?

¿No ves cómo la vida por tu lado pasa?

[…]

¿Por qué tu obstinación y tu locura?»

Eso me dicen cuando ven que oculto el corazón

de antaño, cuando me ven en un silencio terco

y oyen mis palabras quebradas por la angustia

y hasta ellos trasciende el palpitar sin ritmo

de mis venas.

La locura no tiene otro sentido que la embriaguez

del alma. La locura es un trenzado de espinas

tan agudas que uno no siente el placer de la desdicha

y nada importa, excepto saber ya que se es

polvo de lo que habita.

(…)

La locura es el supremo esfuerzo de vivir

más allá de todo lo infinito.

(…)

Sí, la vida camina, anda, pasea, florece.

Pero muere también, más tarde o más temprano,

más hermosa o más triste.

En mi locura, es todo cuanto entiendo.

 

Esta identidad herida no cicatrizará nunca, como leemos en «Incurable» (52) («Es triste estar enferma de esta incurable / angustia […]») porque para poder cerrar una herida lo primero que hay que hacer es nombrarla. La cuestión del nombre siempre está presente en toda la obra de la poeta grancanaria. Aunque la voz poética es capaz de reconocerse, aunque es cierto que «una voz liberadora va in crescendo en su poesía», como sostiene Hernández Quintana (2021: 16), nunca termina de ponerle nombre a su deseo sexual. El poema «Si pudiera» (48) pone el dedo en la llaga en esta cuestión:

 

(…)

Si pudiera volver…

no sería la que lleva esta angustia tenaz en la garganta;

habría en ella trinos, tal vez habría zumbidos

de abeja tempranera y libertada. 

(…)

Soy yo, soy yo y no puedo ser liberta del destino mío. 

 

El «destino mío» es «Algo que abarca desde la palabra al amor / y al olvido, que no es solo silencio, / sino un dejar de vivir, súbitamente (…) / ¿Acaso, como siempre, me persigue la funesta / sombra que me aparta de todo cuanto amo, / para que me sienta sola y distanciada, / abandonada y condenada a ser yo misma, / sin comprender apenas?». Son versos que encontramos en «Silencios» (59-60) y que aportan más luz a lo que aquí estamos comentando. 

 

Hay, sin embargo, un momento en el que parece que la voz poética va a dar un paso adelante y a ponerle nombre a ese «destino». Es el poema «Femenina» (47), una verdadera sorpresa, por lo que supone de atrevimiento, en el conjunto de toda la obra de Sosa Ayala:

 

Me han dicho: «estás cansada. Hay en ti

un velo de tristeza. No eres quien fuiste

y no hace tanto tiempo que fuiste primavera».

Yo no puedo esconder más el fracaso

de haber nacido mujer y femenina. Soy un ser pequeño,

me parezco a los perros de la calle,

llevo de ellos la misma, eterna, melancolía.

Me han dicho: «tienes que amar la vida,

sonreír al encanto, no pensar en la muerte».

Y no puedo evadirme de mí misma.

Si realmente fuera, antes que alma, cosa;

si fuera antes que alma, mujer y femenina,

¡qué me importaría el vacío que traigo,

qué me importaría la muerte que me acecha!

Dentro de mí no hay nada. Cultivaba un jardín

y se me ha muerto, planté eucaliptus al borde

de mi vida. Y llegó la tempestad primera

y devastó mis bosques primitivos. Hoy,

solo sé que soy alma, solo sé que soy triste,

solo sé que mañana me veré en el espejo,

me escucharé en el viento, mujer y femenina,

con la inquietud viviéndome en los ojos,

y lejos de la esperanza, lejos, lejos.

 

La oposición alma/cosa es aquí decisiva, porque lo que la voz poética plantea es la artificialidad de las categorías «mujer» y «femenina». Frente al alma, frente a la verdad, está la cosa, el ser mujer y femenina. Sin embargo, si sabemos lo que es la cosa, porque se la ha nombrado, y porque nombrarla supone reconocer unos códigos, el yo lírico no termina de especificar qué es el alma, de darle un nombre. Si fuera mujer y femenina, si fuera así reconocida por ella y por los demás, no le importarían ni el vacío ni la muerte que la acechan, pero no lo es. De ahí la devastación de sus «bosques primitivos» y, sobre todo, de su fracaso, de ahí la herida abierta. Es, de nuevo, la imposibilidad de nombrar la pasión y el deseo sexual contranormativos, de desasirse completamente del corsé del género socialmente construido e impuesto. Lo que no se nombra no tiene existencia en el discurso, desaparece, por eso en el poema «Si no te hallare nunca» (126), del libro Los poemas de una mujer apátrida, leemos «Si no te hallare nunca, / yo inventara un nombre para darte, / para soñarte y descansar en ti, / (…) Te podría dar nombre imaginario, / el nombre de mis risas y mis anhelos».  Se seguirá, entonces, escuchando en el viento, mujer y femenina, porque es lo que el sistema hegemónico heteronormativo ha decidido para ella. Es la lucha entre la cordura y la locura de los poemas anteriores, el combate entre el nombre y el vacío, entre el yo soy y el yo no soy, entre las subjetividades socialmente aceptadas y las invisibilizadas por esa misma sociedad que está siempre presente en la poesía de Natalia Sosa con distintas modulaciones. 

 

Dijimos al principio de nuestro breve acercamiento a la poesía de Natalia que había que prestar una atención especial a las distintas representaciones de la naturaleza que encontramos, sobre todo, en su etapa de madurez poética, es decir, en los libros que están recogidos en Soy éxodo y llegada, el segundo volumen de su poesía completa. Si bien Diciembre (1992), Poemas (1996) y Los poemas de una mujer apátrida (2003) continúan la indagación en las cuestiones referidas a la identidad y el deseo sexual, en ellos nuestra poeta despliega todo su abanico simbólico en donde lo vegetal aromatiza la mirada de quien, desde la serenidad, es capaz, por fin de descifrarse.

 

Sabemos por Keefe Ugalde (2007: 69) que Estella Lauter, en sus estudios sobre la obra de pintoras y escritoras del siglo XX, apuntó la existencia de una «nueva visión de la relación entre distintos órdenes de seres. Las artistas y las escritoras representan una unión con la naturaleza que depende de un concepto diferente al normalmente aceptado de la división entre los seres humanos y los animales, las plantas, la tierra y el cielo». Recoge una cita de la propia Lauter que nos parece muy significativa y que ubica a la perfección el hacer poético de Natalia Sosa. Esta reformulación «permite una permeabilidad y propone que el ser humano y la naturaleza existan a un mismo nivel que no puede parecer completamente racional según nuestra cultura en su forma actual… Lo que importa es el fluir de la energía de un orden a otro para que la vida se sostenga». Los ejemplos son numerosísimos en la antología de Keefe Ugalde (2007): Juana Castro, Amparo Amorós, Cristina Lacasa, Elena Andrés, Carmen González, Pino Betancor o Francisca Aguirre. 

 

Ya en el primer poema que comentamos, el titulado «Hipocresía», nos encontrábamos la identificación entre el sujeto poético y la hiedra: «Yo soy la hiedra extraña que trepa en una risa / y llora en la raíz, bajo la tierra roja». Años después de la publicación de Mujeres en la isla encontramos en Diciembre el poema titulado «A una hiedra» (36):

 

¿Arañas las paredes para alcanzar el cielo?

¿Quién te habló de las nubes y el viento

y te obligó a emigrar por los espacios?

Tu hermana la palmera, vegetal perezoso,

¿te habló del Dios que nos tocó su hoja,

mas recibió la bendición del fruto 

que alimentó con miel al hombre del pasado?

¿Por qué huyes al jazmín y a la rosa?

¿Qué mano te impidió ser de la tierra?

¿Qué sueñas de la altura, qué buscan

tus cabellos de verdor tembloroso?

Detrás de las paredes hay tristes hombres crueles

que amenazan tus ansias con sus pies impiadosos.

En cambio, yo derramo mis labios por tus venas,

siembro felices risas por tus delgadas hojas

y, exaltada, te abrazo con el sol de poniente.

¿Por qué vences al sueño y te me escapas

suicidando mi amor en tu abandono?

¡Si pudiera ser yo lo que tú aguardas

del misterio, del mundo y de las sombras:

ser tu pared, tu Dios, tu primavera!

 

La hiedra es un arbusto trepador que desde la antigüedad ha llamado la atención de escritores y artistas. Garcilaso de la Vega se refiere a ella en la Égloga I cuando escribe «hiedra que por los árboles caminas / torciendo el paso por su verde seno». La tendencia a la elevación, a trascender su condición terrena, la convierte en el símbolo de la aspiración, del esfuerzo por huir del lugar o condición asignado por los otros. La hiedra está a mitad de camino entre la tierra y el cielo. Sujeta por la raíz a lo terreno, sus hojas hacen todo lo posible por alcanzar las alturas. Además, a diferencia de otras especies, sus frutos son venenosos, nada que ver con el dulzor, por ejemplo, de los dátiles de la palmera. Sin embargo, también hay quien la relaciona con la ingratitud, en tanto en cuanto suele ahogar y matar a los árboles en los que se apoya e, incluso, sus raíces son capaces de agrietar y derribar paredes. Con todos estos valores, no es nada extraño que Natalia Sosa recurra a la hiedra en diversas ocasiones. Es el de sus poemas un sujeto poético desubicado, precisamente porque no encuentra acomodo en el lugar que el discurso oficial ha reservado para él. Está continuamente esforzándose por resistir ante las imposiciones, por trascenderlas, por florecer en un mundo en el que no existen las palabras para designar sus deseos. De ahí su extranjería, la falta de plenitud del sujeto poético, el no encontrar acomodo ni en un lugar ni en su contrario. La fusión de contrarios en una misma imagen es decisiva no solo en este poema, sino en la poética de Sosa Ayala. Emblemático es el poema «Éxodo» (85), del libro Poemas, cuyos versos dan título al segundo volumen de la poesía completa. De la misma forma que la hiedra está entre la tierra y el cielo y, por tanto, es a la vez cielo y tierra sin serlo completamente, así la voz poética es ahora partida y regreso, fusiona en un mismo instante el aquí y el allí:

 

(…)

Miento, finjo dolor

si canto que fui nada,

nací lluvia y raíz, angustia y barro,

fui calma y desconsuelo y, siempre renaciendo,

soy éxodo y llegada.

 

En su condición de especie trepadora, la hiedra se asemeja a la buganvilla. En Poemas de una mujer apátrida se produce un desplazamiento simbólico verdaderamente interesante. Así lee «También la buganvilla era apátrida» (123):

 

La recuerdo subiéndose a los muros

y cayendo en la acera como muerta.

Recuerdo que querían asesinarla y expulsarla del jardín, su patria.

Nunca fue bien mirada,

pues sus flores parecían organdí sucísimo

y manchaban de sangre las baldosas

por donde nosotros pisábamos.

Ella buscó refugio en la muralla

y, siempre había una mano persiguiéndola,

una voz gritándole al pasar:

todo lo ensucias,

algún día

te cortaremos los brazos sin más utilidad que dar tu sombra.

Y ella

se fue tornando invierno blanco,

asomándose al muro cada día.

En el jardín, las rosas florecían

y el silvestre jazmín aroma derramaba

en el contorno.

La palmera la veía rastrear la cal con indolencia.

Y, por las tardes, cuando todo era oscuro,

la buganvilla parecía dormida.

Pero nunca dejó de mirar hacia fuera,

caída en el cemento y en las losas,

buscando con el sol su verdadera casa:

un solar y nada más, donde vivir su miedo.

También ella era apátrida

y, desesperadamente,

a lo lejos soñaba su guarida. 

 

Aunque ambas especies ascienden por los muros, la buganvilla no deje nunca de mirar hacia el lugar al que le gustaría pertenecer. Vive protegida en el muro de un jardín, pero sus flores son capaces de alcanzar el otro lado. El florecimiento del jazmín, de la rosa o la palmera contrastan con el deseo y la añoranza por otro lugar que desprende la buganvilla, despreciada y amenazada, además, por los viandantes, mucho más acostumbrados a la belleza de otras flores. Por eso, a pesar de que sepa que su hogar es el jardín, al final del poema la voz poética la califica de «apátrida». Tanto la hiedra («Detrás de las paredes hay tristes hombres crueles / que amenazan tus ansias con sus pies impiadosos») como la buganvilla («Ella buscó refugio en la muralla / y, siempre había una mano persiguiéndola») encuentran su refugio en las paredes, en los muros.  Señala Keefe Ugalde (2007: 48-49) que la escritura crea un espacio discursivo en el que las autoras pueden pronunciarse, encontrar refugio y levantar un lugar propio y gozoso, alejado de las restricciones patriarcales: «Desde mediados del siglo XIX las “paredes protectoras” —o la habitación en la cual escribe la poeta— (…) conlleva una abundancia de significación en la literatura escrita por mujeres. Emily Dickinson, y más tarde Virginia Woolf y otras, han transformado los límites de la habitación (…) en símbolo de libertad que otorga la autonomía literaria». Estas paredes delimitan en la poesía de Natalia Sosa un espacio de tranquilidad, de reflexión y de seguridad. Llegan a ser un desdoblamiento de su propia interioridad, un reflejo de un yo que anhela constantemente alcanzar lo que sueña, como podemos leer en «Las paredes» (96):

 

Me reprochan las paredes de mi casa

su blancor intocado,

callan por no tener nada mas que paisajes,

naturalezas muertas y retratos;

ellas quisieran la mancha de unas manos

(…)

Pienso que el silencio tenaz las pone triste.

Yo creo que mis paredes no soportan

tanta ausencia de besos y de risas,

y que son tan pálidas por eso.

(…)

Me juran, mis paredes,

que al miedo hay que abolirlo,

que el amor hace falta,

que el abrazo y el goce, la pasión y el deseo

tienen que renacer y transformarse en canto.

Sí, creo que debo hallar en algún sitio

un cortinaje verde que les cubra

tanta albura decente,

y les devuelva

lejanas marejadas de delirios,

aquel juego frenético con que tanto reían.

(…)

 

Unas páginas más adelante, también en Los poemas de una mujer apátrida, se encuentra «Las paredes, hoy», poema que incide en lo planteado con anterioridad, sobre todo en esa identificación entre la vida y las paredes: «Y han vuelto, / mis paredes, / a ser como mi vida, / acogedoras sendas sin esquinas; / ellas llevan sobre su piel el pan de cada día, / para quienes, / ayer, sin saberlo siquiera, / fueron tristes / y no tuvieron de mis cales la siempre viva prisa». Sin embargo, es en el poema «El verso, sí fue mi patria» (160) donde se produce un desplazamiento muy significativo, porque, si la casa es un lugar de seguridad y protección, la poesía es también un espacio en el que poder resistir a resguardo de las agresiones de discursos externos. La poesía es patria incluso para un sujeto que se sienta extranjero, exiliado. La poesía es, pues, una casa:

 

El verso sí fue mi patria

en la agonía sin nombre del exilio.

Fue solaz y compañero muchas tardes

de aquella embriaguez de vino que hoy recuerdo.

El verso fue mi techo y mi quimera;

como línea ascendente en el declive,

el verso me ofrendó su primavera

de palabras,

de rosas y de olvidos.

Fue mi patria el verso enamorado de las noches,

y de mi alma crecían y crecían

los habitantes de la tierra nueva.

En él me refugié cuando el destino

me fue empujando por un desfiladero

de desamor,

de angustia y soledades.

Y él me cobijó en los desengaños.

Por él, que me nutrió con la esperanza,

ajena entre colores, vi la vida.

Él me dio su lenguaje y su medida

y,

en su honda largura

¡qué poca cosa, para mí, la pena!,

hallando fui la patria que perdía.

El verso, sí fue un compañero fiel para la intensa espera de la vida.

Si agredida yo fui por las fronteras,

si, sobre todo, 

en el amor desconocida,

mi verso fue muralla y fue mi escudo.

Y, si al exilio las fuerzas me empujaron,

mi verso estaba allí,

también, tendido. 

 

En Los poemas de una mujer apátrida se produce la síntesis final de temas y motivos recurrentes en la poesía de Natalia Sosa. El sentimiento de extranjería, la desubicación, la soledad, el amor impronunciable, la otredad, el desencanto. La mujer apátrida prosigue su búsqueda poema a poema, cerca de encontrar su sitio en unos casos, muy alejada de su hogar en otros. A veces piensa que la patria es una isla, a veces que la patria fue el amor, pero lo que parece verdaderamente su sitio es la propia condición de búsqueda incansable, como podemos leer en «Cuando pensé que el alcohol era mi patria» (166): «"Tu verdadera patria, mujer, está esperándote". / Y me dejé arrastrar por la alegría de conocer, / al fin, / por lo que tanto vagué de muerte en muerte». La relevancia de la presencia de los motivos vegetales o naturales a lo largo de la producción poética de nuestra autora aparece explicada en el «Epílogo» (167), el único texto en prosa de este último libro. En él Natalia Sosa aporta algunas claves que ayudan a cerrar el círculo de una producción poética tan singular como valiosa:

 

(…) si bien es cierto que toda mi vida física he padecido de ese sentimiento de soledad, vino este a exigirme una respuesta cuando, reconociendo yo que mi envoltura carnal no era mi espíritu auténtico, sino una parte muy pequeña, complementaria de mí y susceptible de morir, abocado sin solución a ello, busqué intensamente mi patria interna, los caminos que, más tarde y finalmente, me llevarían a encontrarla: la añorada patria de mi alma infinita, de mi eterno tiempo y de mis vidas de ayer. (…) la patria que yo buscaba con desesperación estaba desde antes de mi nacimiento asentada dentro de mí y que esta era una patria «divina», una «patria álmica» creada por huellas de millones de invisibles pies sobre mí misma, pero que yo solo había pensado real y posible desde dentro de mi existencia física y actual, aunque con una torturante fe de que llegaría a saber, en algún momento de mi vida terrenal, por extraños recuerdos que se me desvelaban, que lo que yo añoraba eran mis ancestrales y omnipresentes patrias, vivas desde el principio de los tiempos en mí y en todas las criaturas de lo eterno.

 

Esta ligazón o interdependencia entre todos los elementos vivos, entre todas las criaturas de lo eterno, es la que posibilita, por un lado, la identificación del sujeto poético con la naturaleza, como hemos apuntado más arriba, todo el juego simbólico de la hiedra, la buganvilla, el muro, y por otro la coexistencia de la propia voz poética con especies vegetales y animales, como por ejemplo en «Cuando pensé que el alcohol era mi patria» («Somos tu patria las gaviotas marinas / y los mirlos, / los pequeños insectos que soñabas, los cipreses, los bancos / y, entre el césped de tu jardín de siempre, / las voces de tus padres que se han ido»). Curiosamente el segundo volumen de la poesía completa comienza con el poema «A un árbol» (33) y termina con la referencia fundamental al laurel («Por mi patria, yo fui, / oh laurel, / yo fui en aquella voz reconocida»), símbolo este último que nos daría para un próximo acercamiento a esta poesía, pues qué es el laurel sino un árbol que protege en su interior a una mujer. Cómo no conectar, además, esa «patria álmica» con la Voz de la Madre de Cixous (1975: 172-173), tan sugerente, tan llena de matices. Para la teórica francesa la voz de la mujer surge de las capas más profundas de su psique, su propia habla, dice Toril Moi (1988: 124), «se convierte en un eco de aquella antigua canción que oyó una vez, la voz, la encarnación de las primeras palabras de amor que toda mujer mantiene vivas… en toda mujer canta el primer amor innombrable. (…) La mujer que habla o escribe está situada en un lugar fuera del tiempo (eternidad), un lugar en el que no tienen cabida los nombres ni la sintaxis».

 

Terminamos, pues, nuestra breve lectura con el poema «El terreno en que yo planté mi boca» (155), posiblemente el más decisivo para comprender todo el itinerario que hemos realizado de la mano de la poeta grancanaria:

 

En el terreno en que yo planté mi boca

encontré eucaliptus y laureles,

hallé ríos, montañas y jazmines.

Encontré los colores de las rosas; 

de aquellos aromas, allí diseminados,

absorbí la más pequeña sombra.

Era un terreno movido por las dunas;

se mecía su ocre vestidura entre mis labios.

Sembré mi boca en él, para la vida

y, por primera vez, raíces vi crecer en mis comisuras,

¡qué gozo, aquel fluir de tantas aguas de distintos sabores y de sales!:

allí planté mi boca, y recogía una mano mis mandíbulas,

repletas de su tierra. Sin dejar que mi labio despertara,

regada era una vez y otra,

hasta que fue imposible resistir más en el terreno.

Y para embellecerlo por siempre y no olvidarlo, planté mi aliento

—al fin de besos lleno—

en la sutil hoja de una planta que yo vi, enredándose en la sombra.

Nunca olvidaré la tierra que encontrara y,

aunque no he vuelto más, me reconozco en ella

al pensar en un laurel con lluvias

y sus miles de hojas por mi boca cayendo.

 

Nos dijo el yo poético en «Y yo creí que el amor era mi patria» (120) que solo sabe acercarse al mundo «con mi lenguaje de mujer apátrida, / con este idioma mío que no me enseñó nadie, / y en sombras aprendí», versos que, como defiende Hernández Quintana (2021: 19), apuntan al sujeto nómade teorizado por Rosi Braidotti, es decir, a aquellas «identidades que resisten a establecerse en las formas socialmente codificadas del comportamiento, pero también del pensamiento». He aquí, en definitiva, su lenguaje, un idioma cargado de laureles que son diosas, de ríos y lluvias que son agua en movimiento y, por tanto, amor, mujer y sexo, de jazmines y rosas cuyos aromas evocan el recuerdo de la madre, enredaderas con las que alcanzar un cielo plagado de raíces terrestres. Finalmente, el lector tiene la sensación de que, a pesar de todo el daño y el sufrimiento, la voz poética alcanza un estado de calma melancólica que es, a la vez, recuerdo y protección. No hay sutura definitiva para un desagarro creativo como este, tan solo curas puntuales que equilibran, que armonizan en la medida de lo posible el mundo interior y la implacable realidad. Una lengua entre dos mundos que aclara y a la vez esconde, que sangra símbolos con los que comprender el cuerpo y la memoria de la piel. Un idioma aprendido de la herida que es también una vida herida florecida en el idioma. Un verso herido con el que poder decir yo soy. Un texto herido con el que poder gritar «no soy Natalia». 

 

 

 

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José María García Linares

 

José María García Linares (Melilla, 1977) es poeta, ensayista y crítico literario. Es autor de los poemarios Oposiciones a desencuentro, Neverland, Muros, Novela Negra, Palabra iluminada, Entonces empezó en viento y Cántico. Ha realizado varias ediciones sobre la poesía de Cayrasco de Figueroa, así como diversos estudios de poesía contemporánea. Ejerce semanalmente la crítica literaria en el diario granadino Ideal.