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La isla mundo

Patrick Chamoiseau

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MARTINICA, LA ISLA MUNDO

 

Atalaire es el nom de plume del tándem de traductores españoles integrado por Mercedes Fernández Cuesta y Mario Grande. Activo desde 1998, ha publicado más de 250 libros traducidos del francés, inglés, italiano, portugués y ruso al castellano. Entre los autores traducidos figuran: Raul Pompéia, Ana Maria Machado, Italo Calvino, Dino Buzzati, Natalia Ginzburg, Jérôme Carcopino, Charles de Gaulle, Joann Sfar y Sandrina Jardel, Dodie Smith, Liante Moriarty, Jojo Moyes, Alexander Solzhenytsin, Andrej Kurkov. En cuanto al portugués, Atalaire se ha dedicado a la traducción al español de la obra de Maria Gabriela Llansol, habiendo publicado ya varios títulos: El Libro de las Comunidades, La vida restante, En la casa de julio y agosto (trilogía Geografía de rebeldes, Ediciones Cinca, 2014); Amar a un perro y de Hörlendin (En la Revista de Poesía La Galla Ciencia). Ambos traductores son miembros de la Asociación Colegial de Escritores de España (sección autónoma de traductores) y del Espaço Llansol; igualmente son colaboradores del Instituto Cervantes: ella como profesora de español para extranjeros (en Recife, Brasil); él con artículos en la Revista Diaria de Traducción El Trujamán

 

Patrick Chamoiseau (Fort-de-France, Martinica, 1953) es autor de una decena de libros, entre los que destacan, además de varias obras sobre la cultura criolla, las novelas Chronique des sept misères, Solibo magnifique y Texaco, galardona­da con el premio Goncourt en 1992, aclamada por público y crítica en Francia y publicada por Anagrama en castellano en traducción de Enma Calatayud. 

 

La novela Biblique des derniers gestes (Paris, Gallimard, 1991, 758 págs.) es una indagación múltiple sobre la isla-en-el-mundo a partir de la memoria de un líder independentista martiniqués. El lenguaje es un francés clásico y criollo al mismo tiempo, en permanente tensión entre literatura y oralidad.

 

El fragmento que a continuación se reproduce, en traducción inédita de Atalaire, corresponde a las páginas 54 a 63 de la edición original en francés.

 

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INCERTIDUMBRES SOBRE LOS TREINTA Y DOCE AMORES DE SU INFANCIA BRUJA

 

 

Nos decían: un indomable va a venir. Nosotros esperábamos sin saber muy bien de qué se trataba. ¿Cómo imaginar que sería un tipo de las tierras de Saint-Joseph, pregonado Balthazar Bodule-Jules? Por eso, cruz en cruz, a veces lo apodábamos: El esperado no esperado.

«Nuestro indomable».

Cantilènes d’Isomène Calypso

contador de historias de voz no clara 

del municipio de Saint-Joseph.

 

 

LOS GRANDES AMORES CÓSMICOS. De creerle a él, Balthazar Bodule-Jules había nacido hace quince millardos de años. En aquel tiempo el universo no era más que un ínfimo punto soñador, constituido por una materia cuya masa, densidad y temperatura permanecerán desconocidas para siempre. Él lo evocaba paseando a la altura de sus párpados arrugados el pulgar y el índice. El punto soñaba tanto despierto que estalló en pesadillas, en montes y en maravillas, en espacio, en tiempo y en cosmos, y se esparció para siempre por la sustancia aún indescifrable del vacío. Mientras las nubes de gas se emocionaban en galaxias y los cantos de hidrógeno de las estrellas nacientes se convertían en helio, los ochenta y doce ladrillos de lo existente comenzaron un poco por todas partes sus fantásticos amores. Los quarks y los leptones se aglutinaban en protones y neutrones, que crearon los átomos. Estos átomos engendraban a su vez entidades originales que no cesaron de autofecundarse hasta el nacimiento de los astros, los mundos, nuestro sistema solar, el planeta Tierra, la infinita diversidad de las especies vivientes y (entre otros logros), Balthazar Bodule-Jules en persona, nacido en un cuajarón de archipiélago en las Antillas menores. 

 

Por eso, en sus conversaciones amistosas o en el fragor de sus discursos políticos, con una evocadora agitación de los dedos, Baltasar Bodule-Jules se decía portador, en cada una de las células de su cuerpo, de trece motas de polvo de estrellas y añicos de sol. Ondulaba los brazos para declararse portador de oleadas de dilataciones, contracciones, fusiones, enfriamientos, acrecimientos, repulsiones y caos genésicos en acción después de esta fecha en los arcanos del universo. E, imitando con los puños una venerable máquina, se declaraba hijo primogénito del sol, que no se quedaba en el curso de esta creación más que a cuatro millardos de años. Y eso para avanzar que, igualmente, su sensibilidad desbordaba el espacio de su isla y que, a menudo, sus sueños casi le habían iniciado en el enigma de la materia y la antimateria, basamento inconcebible por ahora del universo conocido.

 

Soy más viejo que la Tierra, afirmaba también, que no suma ni siquiera cinco millardos de años. Guardo el recuerdo de esas motas que se aglutinan en bloques, esos bloques que se funden en planetas, esos vientos solares que se encienden por todas partes, las energías totales que chocan, se contradicen, se funden y se construyen sin fin. Veo también esta alquímica terrible que es nuestra Tierra que nace. Veo las condensaciones fabulosas, los diluvios iniciales, los océanos que nacen como manglares furiosos donde todo será posible. Y luego, en el apaciguamiento que acabó por producirse (entonces abrió las manos como las aves marinas al final de una migración), veo los continentes que se buscan, se adivinan, se sedimentan. Veo las islas nacer del agua viviente como sueños imposibles del tiempo geológico. Y luego, todo el resto surge del inaudito deseo copulatorio de moléculas, ácidos y azúcares, que se mezclan y enmarañan, se repelen o fusionan, se aglutinan y aumentan al ritmo de una fuerza para siempre desconocida y que se asemeja a la idea que las humanidades han podido hacerse de Dios. Sus manos se ponían a trepar a lo largo del rostro, después parecían proliferar en el espacio detrás de su cabeza: conozco los vegetales que surgieron del azar de las células; todavía habito las carnes que se gestan en brotes de vidas y hondonadas de muertes hasta producir la infinita diversidad de las formas vivientes en millardos de células; y creedme, inconscientes, tres de mis pesadillas conservan su residencia entre la fibra vegetal y la carne animal, en esas formas inciertas que permanecen para siempre jamás fanáticas de futuro. De todos los futuros posibles. ¡Decid a mis enemigos que, sea lo que fuere que me pudiera suceder, tengo familia en aquel incierto lejano! 

 

Y he ahí lo Viviente que va de mil maneras a ensayarlo todo, elaborarlo todo, contemplarlo todo. He aquí la vida y la muerte indisociables que llevan a cabo sus creaciones y sus ensayos ciegos. He ahí la violencia. He aquí el amor. He aquí la concordia. Y he aquí la discordia. He aquí los dominantes y los dominados, el que come y el que es comido, el que prolifera y el que se extingue. El que tiene necesidad de creer y el que no cree en nada. He aquí las fieras y los guerreros y he aquí los corderos y los cabritos de sacrificio. He aquí, decía Balthazar Bodule-Jules, con un movimiento del brazo izquierdo que barría la creación, he aquí de qué sopa provengo y en qué magma he remado con pagaya mi vida. Creíamos verlo nimbado de los misterios inestables del universo. Ahora bien, pueblos suaves en exceso, el amor está en el comienzo de la vida. El amor está en esas motas de astros que se atraen y se enmarañan. El amor está en esas bacterias que (sin que nadie lo entienda) empiezan a desearse o detestarse, devorarse o disociarse. El amor ordena a sus células que se abracen, se licúen entre ellas en sopas pasionales, ordena a sus gametos que se entreguen por completo en una ofrenda sin contrapartida. Los biólogos viven esta miseria de no comprender que la vida es relación y que el amor es el motor de toda relación. Que su contrario, el odio, no existe más que por su sola vibración ni se condensa más que en lo más profundo de su materia y se alimenta de su propio fuego. Por eso, cuando amamos, somos atraídos como las partículas de las estrellas entre sí, como los ácidos, los azúcares, las bacterias, las células, los gametos, por eso queremos fundirnos con el ser amado y (con su carne acompasada con la nuestra) perdernos para crear de nuevo sin cesar. En este amor original, único ADN de mis células, he encontrado la fuerza para rechazar la muerte que los colonialistas querían infligirnos. He rechazado la muerte que transportaban sus cruzadas civilizadoras. Y toda mi vida no he hecho más que batirme contra toda clase de muertes, sin otra alternativa más que la del rebelde ¡porque yo (¡más que vosotros, oh hermanos, cabritos de sacrificio!) soy la fuerza del amor!

 

Su cuerpo y sus silencios hablaban. Sus movimientos de cabeza, pie, mano, cadera, la ondulación de sus vértebras hacían chirriar a veces el sillón de mimbre. Aquel hombre de acción se mostraba siempre atento a su cuerpo. Siempre había escucha a sus órganos más insignificantes, como si hubiera tenido en ellos una memoria particular, una sabiduría capaz de orientarle en los acontecimientos que debía afrontar. Intenté analizar el habla de aquel cuerpo agonizante, relacionar sus movimientos con las entrevistas que había podido leer de él. Reconstituirlo todo entero, con lo que había oído de sus discursos y de sus declaraciones que entretenían a todo el mundo sin mayores consecuencias. Cada movimiento de su cuerpo en agonía me reflejaba las facetas de su vida. Me rociaban sin palabras: el silencio las compactaba con una fuerza turbadora. Tenía la impresión, con cada movimiento, de recibir facetas de significaciones más densas y más inagotables que los textos fundadores de los pueblos primitivos. Muchos efectos de su cuerpo me llegaban como bloques de un enigma insondable. Intenté describirlos con cuidado, consciente de que esta descripción no ponía de relieve más que una opacidad total y acababa por desmantelarme. Había atribuido tanta importancia a la palabra que allí, ante un cuerpo vibrante de un destino entero, un cuerpo ofrecido en un envoltorio de silencio, a mi alcance por su muerte inminente, se me venía abajo toda certidumbre de sideración.  

 

Su memoria era aulladora

porque sus carnes adivinaban. 

«Nuestro indomable».

Cantilènes d’Isomène Calypso

Contador de historias de voz no clara 

del municipio de Saint-Joseph.

 

 

 

UN AMOR EN INFIERNO GENÉSICO. Pero Balthazar Bodule-Jules también se reivindicaba, con el mismo énfasis, de otro Génesis, cuando menos inesperado. Estaba asociado al primero y le permitía reconstruir un Tiempo de una longitud de solo cuatro siglos. Al evocar este Génesis, a diferencia de lo que se había producido anteriormente, su cuerpo se transformaba en dolor. Ignoro cómo me sobrevino de pronto el sentimiento de este dolor, puesto que su rostro permaneció impasible, su cuerpo de una inmovilidad mineral. Parecía petrificado en una descomposición cuya violencia eliminó en él toda señal de vida. Su propia respiración parecía estar en suspenso. Sus ojos (perdidos) resbalaban sobre el mundo. De vez en cuando su brazo izquierdo se levantaba del muslo como una corteza árida y su mano de soldado (de pronto frágil) descorría a la altura de sus ojos la cortina de una noche invisible. Entonces su cuerpo irradiaba un torbellino de sufrimientos sin rumbo. El horror áfono. La incomprensión despavorida. La hipnosis silenciosa de una muerte sin rituales. Toda la humanidad envuelta en tinieblas en un balanceo interminable. Comprendí que su agonía le había transportado de una manera extraña a la bodega de un barco negrero. La Trata de negros a través del Atlántico. El crimen fundador de los pueblos de las Américas. 

 

En tiempos normales, Balthazar Bodule-Jules solía anunciar uno de sus nacimientos en la tumba de una bodega. La de uno de los miles de navíos occidentales que, a millones, acarrearon negros a las Américas. Incluso citaba, de vez en cuando, el delicioso nombre del navío de este nacimiento abominable. A menudo era la Belle-Pauline. O incluso le Contrat-Social o la Parfaite-Union. Hablaba también de l’Heure-du-Berger o de la Bien-Aimée. O incluso (con una sonrisa extática) de la Reine-des-Anges. Los nombres variaban en función de su humor o los deslizamientos de su memoria. Evocaba estas travesías espantosas con una carga de detalles aterradores que, según él, seguían estando muy lejos de la realidad.  Una vez desencadenado el horror, decía, ya no tenía límites. Es lo que caracteriza la Trata de negros y la esclavitud en las Américas: su ausencia de límites. El poder absoluto del colono o del amo frente a degradación absoluta del colonizado o del esclavo.  En el espacio infinito que abren estos absolutos podemos imaginarlo todo en lo que se refiere a torturas, heridas, calamidades, injusticias, desesperaciones, actos de mutilación. Podemos dar rienda suelta en la mente a las locuras asesinas que la imaginación más dantesca pudiera concebir sin por ello agotar el infierno de estos navíos y estos campos. Y este crimen ha durado más de tres siglos. Tres siglos durante los cuales las potencias occidentales han desnudado la idea que se tenía del Hombre. Vosotros, herederos de los colonos esclavistas, sí vosotros, descendientes de sus víctimas esclavas, creéis haberlo olvidado pero en cada una de vuestras células ha dejado su huella este gran traumatismo, decía Balthazar Bodule-Jules: basta con escuchar su rumor recorriendo nuestros huesos. 

    

Esta evocación de la Trata de negros como dolorosa Génesis permitía a Balthazar Bodule-Jules lanzar una requisitoria contra el Occidente colonialista y vincularse de manera indefectible con el África perdida. Era, según él, un africano nacido en las Américas, de ahí que durante muchos años le hubiéramos visto llevar chilabas y bubús y declararse dispuesto a recuperar sin más demora el territorio perdido. Durante sus ardores juveniles se había impregnado de mitologías africanas con las que intentaba negrificar su alma huérfana. Había estudiado cada milímetro de aquella madre lejana, aprendido sus religiones, sus pueblos, sus ríos, sus lenguas, sus artes, sus imperios. Sobre un globo terráqueo que atravesaba los siglos había borrado las fronteras fácticas que los colonialistas habían trazado entre las etnias, y creado (en su cabeza de hijo exiliado) un África de pueblos fraternales donde reinaban, mucho antes que en Occidente, la altura filosófica y los fastos de una civilización. Esta voluntad identitaria africana adquirió tal desmesura que tuvo tendencia a olvidar la tierra de las Antillas que fue destino del barco negrero de su nacimiento. Miraba el mundo en africano, y en africano se lanzó a pecho descubierto (durante los dos primeros tercios de su vida) a los combates en que los hombres colonizados trataron de liberarse del yugo de Occidente. Pero entonces durante aquella agonía en la que su cuerpo se dirigía a una asamblea que no comprendía hak, Balthazar Bodule-Jules se sumió en un dolor anterior a toda memoria. Parecía desquiciarlo, descomponerle el alma, dejarlo anonadado hasta el extremo. Su cuerpo decía esta vez que había habido en esta bodega una explosión de hombres y una dilatación de su ser semejantes a la que se había producido en el vacío del cosmos. Su cuerpo, cautivo en esta bodega, apenas se acordaba de su tierra africana. Sus hermanos (cómplices de los negreros) le habían obligado a dar siete vueltas alrededor del gran árbol del olvido, antes de entregarlo, con el alma rota, a las chalupas ineluctables del navío devorador de hombres. Aquella tierra africana había acabado por extinguirse en él a medida que el navío, abandonando la barrera coralina, había desplegado en dirección a nuevas tierras el deseo de sus velas. Sus carnes y su alma se habían disuelto en un negro estómago que los digería segundo a segundo, a la manera de un dragón sin manman.  De hora en hora, de día en día, de semana en semana, la angustia y la incomprensión iban mudando en un fermento gástrico que descomponía cada átomo de su ser. Su cuerpo tuvo conciencia de sí mismo como un quimo de carne y hueso, lenguas muertas, valores truncados, dioses descoloridos, tradiciones en hilachas que poblaban sus células paralizadas. Esta conciencia fue primero un dolor inconcebible, después una vacilación despavorida y después una voluntad de vivir errática. Con esta nueva conciencia (esta ingenuidad infantil envejecida por una ruina de recuerdos) él se había despertado en aquella negrura sin pasado, en las miserias ciegas, los estertores deshabitados, en el hambre animal, la enfermedad de todas las enfermedades, el miedo primigenio sin futuro. En aquella terrible cuna, a su lado, un cadáver desconocido se enfriaba eternamente. La carne helada quería aspirarle sus restos de calor, intentaba entrar en él, tragárselo entero. Había querido saltar para romper este contacto. El gancho de las cadenas fijas en el cuello, las muñecas, los tobillos le había crucificado en el espacio minúsculo donde debía sobrevivir. La carne muerta se había adherido a él como una ventosa, glacial como un abismo, y él tuvo que endurecerse a sí mismo para combatir el vértigo. Él había caído en ella, ella se había introducido en él, y lo había esparcido en las carnes deshechas por toda la bodega. Entonces había sentido agitarse dentro de sí a los seiscientos cincuenta y tres hombres, mujeres y niños que empezaban a perder su alma en este infierno sin  nombre. Su soledad se pobló de pronto de las presencias de la Grulla coronada y la Hiena primordial. Había comprendido, a su alrededor y en sí mismo, entre los contoneos de bruja del navío, el inmemorial estrépito de la vida y la muerte que se afanaban , una vez más y para siempre, en el horno de las creaciones nuevas. Balthazar Bodule-Jules se declaraba nacido allí, en el pilar exacto de aquella conciencia. El contacto con la carne glacial del muerto le había impregnado de una lucidez bárbara, solar y nocturna, en imperturbable devenir. Pudo, sin una queja, observar las idas y venidas de los marinos que llevaban en sus múltiples bocas un galimatías turbio. Pudo verlos, un día tras otro, quitar las cadenas a los muertos, tirar de ellos como sacos desmembrados, arrastrarlos por el estrecho pasillo tenebroso y subirlos al cuadrado de luz inexorable con aspecto de boca. Pudo oír aquel canto sordo, que rodaba por la bodega como una ola invisible, una alarma y una promesa, y que ningún marinero oía: À té néfè Odono!... À té néfè Odono!... ¡Oh tú, nacido indomable Odono! ¡Oh tú, nacido indomable Odono!