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Libro del Observatorio

Pablo Sergio Alemán Falcón

 

  

 

La literatura canaria, vista como un ente autónomo, posee varios aspectos que llegan a definirla en comparación con otras miradas, marcando lo que muchos especialistas denominan la diferencia. Valbuena Pratt, estudiando a los modernistas canarios en su Historia de la Poesía Canaria, descubrió que hay ciertas marcas que se pueden detectar en la producción de las Islas desde esta época hacia sus comienzos como la escritura intimista, el aislamiento, el sentimiento hacia el mar y, más adelante, el cosmopolitismo. Elementos traídos a propósito o, en la mayoría de las veces, por consecuencia de aquello que observaba el poeta de turno.

 

También una búsqueda hacia lo que más tarde llamaría Eugenio Padorno como la canariedad en los elementos primitivos, más allá de la escritura netamente castellana. De aquí que en «El Manifiesto de El Hierro» se busque claves a través de las pintaderas aborígenes; que esto no resulte extraño, pues este mismo tipo de indagación, esta prospección en busca del alma de una literatura concreta, ya se había realizado por otros autores en otros momentos e incluso en otros géneros: Lorca con el Cante Hondo o el Macondo con esas viviendas de cañabrava que bien nos narró el premio nobel colombiano.  

 

En combinación con esto, y volviendo a la poesía, esta surge a través de la contemplación de un hecho cotidiano y que, a través de la mirada, se convierte en epifanía o éxtasis. Es entonces cuando entra en juego las tres voces de las que tanto habló T. S. Elliot: la persona se convierte en poeta y el poeta transforma ese momento casi místico en voz poética a través de la experiencia de escritura. Porque la poesía es eso, una exploración del lenguaje cuyos resortes están sostenidos por la mirada y por la voz poética que la devuelve a través de la palabra. Dicho de otra manera, aquel momento que resultaba cotidiano para los seres mortales, se convierte en un hecho maravilloso y, por mucho que se le quiera desvirtuar, en algo que trasciende.

 

Así, llegados a este punto, El libro del Observatorio (2011-2017) de Sergio Barreto explicita de manera brillante el proceso poético empezando por su título, palabras que proceden del texto «Roque de los muchachos» que resume muy bien lo que nos vamos a encontrar con su lectura: 

 

En el Libro del Observatorio (recipiente infinito de cefeidas) apuntarás el resplandor de los espejos que yacen en los castillos subcelestes, el peso de las esferas, la curvatura que el rayo experimentó siglos antes de tocarte, la cruz de Einstein.

 

Porque en esta observación estructurada en siete partes, la mirada no se detiene en elementos meramente superfluos, comunes y líquidos; más bien en lugares, escenas, personajes que poseen un fuerte arraigo, algunos con el añadido de lo antiguo, o más bien lo primitivo; elementos, como decimos, que nos recuerda a esas «invariables» de Pratt, aparte de darse otras que se indicarán a partir de ahora.

 

Y es que en la primera parte se detecta cierto primitivismo al nombrar la isla de Lanzarote como lo hacían los aborígenes en el texto «La construcción de una torre», o la mirada al mar como un misterio con el poema «Caleta del Congrio» que, al bucear en su interior, solo puede encontrar la muerte, interpretable como que la grandeza del mar radica en su propio misterio y de lo que se dice de ella. 

 

Pero hay algo más: el poeta nos deja claro que la forma de los textos se amolda al tema, dejando así que la prosa poética abra un caudal a cierto tono narrativo para resaltar el ejercicio de observación de la voz poética. Es imprescindible, por ejemplo, cómo se componen en tercera persona textos como «Los hijos sin memoria del diluvio», «La extinción de los caníbales», «Caleta del Congrio» y «Las múltiples mudanzas», lo que nos hace desviar la mirada, y nos detiene como lectores en aquello que está enmarcando a través de esta observación:

 

Ellos ven cómo descienden hasta su reino las redes y las jaulas y ven cómo se borran en la ceniza líquida, en la incógnita por la que bullen carabelas portuguesas, moluscos de piel de cobre y mirada redonda. 

 

Porque esa es otra, hay un genial ejercicio de sacar del continuum aquello de la isla de Lanzarote que quiere resaltar el poeta (pues cada parte tratará una isla del archipiélago canario) para anotarla y «guardarla en su cartera», o sea, eternizarla. 

 

Entonces, ¿por qué para una civilización? Quizás sea este el valor del poema en prosa en este libro, o más bien, la función que cumplen sus formas, unas veces como si fueran una crónica sobre un hecho mismo y otras veces para resaltar esa torre que levantó en su momento el conquistador francés y que el poeta hace notar visualmente a través de estrofas de cuatro versos estrictamente endecasílabos. Lo mismo con el poema «Visión de abuelo Carlos en Haría» con su verso corto, rápido, golpeando las imágenes como golpea ese hambre que surge con esas cáscaras vacías. 

 

Pero no todo son elementos propiamente canarios o sacados de la plena observación del poeta. También se abre todo un amplio abanico de elementos sacados de diferentes ámbitos que se engarzan según la voluntad de la voz poética. Así, entrando en la segunda parte, el poeta crea un paisaje que, lejos de ser un paraje bucólico, es decir idealizado, se nos presenta agreste, duro y coronado por el ganado del lugar. Sobre esto último, los pastores son entes secundarios del poema y los animales también se personalizan, pero no para escuchar el llanto de nadie, solo procuran el milagro del «alimento donado por las ubres de la diosa, manjar sobre el plato de madera» que leemos en «Antibucólicas». 

 

Al respecto, es bien sabido que a las Bucólicas y las Geórgicas se les estableció el segundo y el tercer nivel respectivamente en cuanto a prestigio, dejando a la épica como la escritura trascendente por los siglos y los siglos; no obstante, Sergio Barreto cree que ambas conforman una escritura realmente fundadora, propia de una civilización, por lo que es normal que, al referirse a La Eneida, la voz lírica se manifieste enérgica e irreverente:

 

Exaltar los trabajos de los héroes

que fundaron la patria de la loba

es chuparle la verga al viejo Augusto,

ocultar la potencia del labriego

que construyó los circos y las cúpulas. 

 

Pero en Fuerteventura, que es la Isla a la que se refiere esta parte, también hay mar, dicho de otra manera, hay una mirada hacia la mano del hombre con el paisaje marítimo. Así lo vemos en «Visión de un pulpo en Majanicho», «Máscaras simétricas» y el gran poema «Canción para un buzo que se sumerge al atardecer». No podemos sino indicar que, si el paisaje de las «Antibucólicas» estaba marcado por lo rudo y áspero, casi fuego, aquí el mar es todo un  viaje casi idealizado con la luz del atardecer. Si la invariable es la mirada al mar, aquí la voz se sumerge en ella para crearla y crearse a sí mismo.

 

Ya en la tercera parte se hace referencia a la Cueva pintada, en Gran Canaria, con el poema «Tierra diamantina», elemento que nos recuerda a lo indicado en el «Manifiesto de El Hierro». La voz poética —no sabemos si confluente con la misma búsqueda o conociendo esta veta de identidad— encuentra que la esencia no entiende de días y noches, y que es lo que verdaderamente permanece.  

 

Como también ocurre en el anterior texto, hay referencias a la historia, como el inicio de la conquista de la Isla en el poema «1478» en la que se repite la subordinación de las formas a la expresión, conformado mediante asociaciones de ideas con estrofas de dos versos compuestos por una palabra cada una y que vuelven al primitivismo; así hasta la última estrofa que cumple con eso de «dar una patada al estómago al lector» al designarse una palabra tan simple y tan moderna como «barco» y abrirse connotativamente a otra que procura, que inicia dolor. 

 

Otro aspecto es las referencias históricas hacia lo primitivo que se producen en otros textos como «1601», «Visión de Pieter Bruegel El Viejo» o «Sebastián I, enamorado de África»; por nuestra parte, destacamos otros en los que se mezclan la contemplación de manera explícita a través de invariables:

 

(…) y será tan hermoso

el clamor de los bucios

y llegará tan lejos

el haz de la linterna (…).

 

Y el «Nocturno de Las Canteras» es un poema que nos recuerda al spleen baudeleriano y a su ambiente bohemio bajo un decadente cuadro en una noche de la urbana playa grancanaria. Todo ello nos trae a la modernidad, elementos connotados negativamente en contraposición con otros parajes que, siendo incluso rudos y marcados por la hambruna, están cargados de alma.

 

Sobre las invariables, quien todavía dude de lo que indicamos, atracamos en la séptima parte con una cita de Giorgio Padoan hablando del Teide, sin ninguna duda, elemento definitorio de la Isla de Tenerife. Es, desde esa posición, en donde la voz lírica se sitúa, y empieza a crear la Isla. Además, el cielo en esta parte cobra especial relevancia y es en donde se usa por primera vez la palabra sobre el que gira el libro: «Bajo la ceniza perpetua de la bóveda se dibuja el Observatorio». Es la mirada hacia sí mismo a través del cielo, un viaje interior que no se atiene al espacio ni al tiempo: «Florecerá entonces la galaxia dentro del espejo (…)».    

 

En esta parte también la carga social es más acusada, sobre todo a partir de «1936» con esa imagen de la jaca-demonio que nos recuerda al Guernica de Picasso, un animal-monstruo que destruye todo por donde pasa; «La jaula de Pound» en el que se contraponen y se reflexiona sobre el papel de la persona y el poeta en el arte a través del autor estadounidense, y «Habla el pharmakós», con ciertas reminiscencias a la figura del poeta, capaz de dar cabida a todo dentro de un mundo personal y que se queda reducido a un ser maldito bajo el trasunto de un suplicio griego dirigido a los parias. 

 

Viajamos a la quinta parte del libro; se repiten los mismos aspectos, tanto formales como de contenido («La santiguadora de Alajeró»). Destaca «Nigredo» y «Visión de tres niños que torturan a un lagarto», poemas en los que, por una parte, se profundiza en el funcionamiento de la naturaleza (más bien en su ciclo), pero en los que se pueden adivinar otros ámbitos como, por ejemplo, el literario; así ocurre con la exploración dentro del poema «Bosque de Cedro» experiencia del lenguaje que inicia la búsqueda de uno mismo.  

 

Y si antes el libro nos adentraba en el bosque de La Gomera en una búsqueda, la invariable nos inunda en la sexta parte como si el verde presidiera los versos («Aquí pesan los bosques»). Interesa «Bosque de los Tilos», con las mismas características formales, pero esta vez sin tinte narrativo. Todo lo contrario, el poema es pura exploración y el verbo se convierte en primera persona. Es toda un adentramiento en el interior, ya no del mar como en Lanzarote y Fuerteventura. Allí pesaba el agua, aquí el verde. 

 

Digo la palabra que ustedes usan para usarme y espera. Quiero ser entendido por los flujos de savia que ascienden y descienden en el interior de la materia. Quiero redoblar en los tambores de pétalos, en las compactas piñas, en las que agujas doradas y elevarme como un hilo de niebla en el Atlántico infinito.

 

De la misma manera, apabulla «Visión de un hijo desaparecido en las cumbres de La Palma»; en este caso, ¿qué connota el hijo? ¿Acaso no puede ser un sinónimo del futuro? ¿No es el hijo un ente que se defina por su inocencia, con el don del descubrimiento? 

 

De aquí llegamos a uno de los mejores textos del libro y que ya nombramos en su momento, «Roque de los muchachos», que encubre la poética de todo lo que hemos recorrido hasta el momento, transmutada en la panacea de la observación (más incluso que en «El Faro de Maspalomas») en la que se observa todo el universo y que supone la quinta esencia de esta obra. 

 

También «El pan se multiplica» y del que especulamos que está dedicado a Elsa López, autora consagrada cuya dedicación editorial está estrechamente ligada a la Isla hasta el punto de compartir la esencia. Es lógico, pues, que haya una relación con el pan, alimento primario con el que se nutren los autores que es la propia literatura («adelanta el presente y nos recuerda / que el pan se multiplica al dividirse»).

 

Finalmente llegamos a la Isla del Meridiano, la última parte del poemario, con tres textos concluyentes. En este sentido, «Lagartija en Valverde» nos describe las características propias del reptil bajo el mismo tono narrativo y del que destacamos su muda, es decir, el paso del tiempo, el cambio de las cosas, del ser. De la misma manera, «Nana del fin del mundo», con una trama muy lorquiana en la que impera la imagen de la Madre y su arrorró (otro elemento invariable, muy definitorio) a un niño muerto que nos connota cierta insatisfacción existencial. Por último, el haiku que forma «Albedo en Punta de Orchilla», confluencia entre la zona más alejada de las Islas y el final del poemario, al que se le detecta su conclusión, el final del periplo. 

 

Y decimos conclusión porque el siguiente texto no pertenece al poemario, no solo porque se indica en la semblanza sobre el autor sino que su contenido no concuerda en absoluto con el resto de la obra. No se trata de un texto mal escrito: más que ser un texto-observatorio, «Roma no es bella» es un lugar que se va creando a medida que se va paseando el yo lírico, un paraje que se construye con el conocimiento del poeta y que muere a través del mismo como demiurgo de la palabra que es.

 

Con todo, Libro del Observatorio es un tránsito por siete lugares en los que se extrae la esencia a través de elementos que son propiamente característicos, pero no modernos, sino basados en la tradición y lo antiguo, llegando incluso a lo prehispánico. Es llamativa la combinación de los textos en prosa poética en los que el poeta enmarca ciertas escenas y les proporciona una dimensión trascendental, propia y eternizada a través de la «visión», palabra en concordancia con la epifanía, el encuentro místico o el éxtasis padorniano. De la misma manera, la ejecución de los versos, cuyas formas también se atienen al contenido, aunque muchos de los poemas están escritos en riguroso verso endecasílabo, verso que, por ser de arte mayor, permite el eje común de toda la obra, que es la observación, la mirada del poeta hacia ese universo y del que nos hace partícipes. En definitiva, Libro de Observatorio es una invitación no solo a contemplar a nuestro alrededor, sino a lo más profundo, a lo arraigante, a lo perdurable. No es extraño, pues, que nuestro viaje no haya sido espacial, por las siete islas, sino temporal, llegando hasta lo primario, aquello que poco a poco se ha ido escondiendo capa tras capa como la cebolla en «Experiencias en Charco del Pino». 

 

 

   


Pablo Sergio Alemán Falcón

 

Pablo Sergio Alemán Falcón (Arucas, 1980) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Lomo de La Herradura. Como filólogo ha coordinado algunos coloquios sobre literatura canaria a través de la iniciativa «Entre palabras» y ha participado como ponente en el I Congreso de Relaciones Internaciones entre Canarias y América. Ha publicado los poemarios Madera y metal (2015), Aquel lejano lugar (2018) y Apenas en descenso (2020). Colabora en el blog de reseñas literarias El marcador de libros.