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La batalla íntima de traducir

Alba Sabina Pérez

 

 

  

Desde que empezó la era de las redes sociales de forma masiva, sobre todo Instagram, los instagramers, los youtubers, esos ídolos de arena a los que siguen todos los jóvenes, empecé a darme cuenta del carácter cada vez más clónico, más involuntariamente clónico, del lenguaje que usan las nuevas generaciones, esas que llevan desde la infancia o la preadolescencia escuchando a esos referentes. 

 

Escuchas a youtubers que empezaron con un canal de manualidades a los diez, consiguieron muchos seguidores, fueron creciendo y sus seguidores con ellos. Y en el camino, yo me preguntaba: «¿Y qué harán, cuando sean demasiado mayores para hacer manualidades?». Pero los vi crecer y convertirse en adolescentes, pasar a ser gamers, o lifestyle instagramers, compartir sus historias de amor y sus tutoriales de maquillaje y hauls de ropa de la última colección del Primark o hacer streamings de partidas de Minecraft a tiempo real. Luego serán realfooders o influencers veganos o expertos en decoración boho-chic. O lo que sea. Infravaloré su capacidad de readaptación, y la muy humana necesidad de que tus referentes sean eternos.

 

Mientras todo esto iba sucediendo –y sucede–, me di cuenta de un fenómeno intrínseco a este, que comprendí de manera diferente a la gente que me rodeaba, que juzgué de manera distinta, por motivos que ahora explicaré, que gente que comparte conmigo ideales y opiniones en muchos otros aspectos de su vida: no compartí nunca su incredulidad y oposición ferviente al uso de palabras en inglés dentro del lenguaje coloquial. Hordas de intelectuales y no intelectuales criticando cómo sus hijos dicen cringe, shippeo, LOL, etc. También críticas a que los adultos, a los que les otorgaban menos indulgencia, empezasen a utilizar en su lenguaje diario conceptos como workshop, networking o foodies. En los medios empezaron a aparecer listas de alternativas a los anglicismos. Campañas en pro de nuestra lengua, una especie de necesidad por imposición de no perder nuestra lengua cuando parecía que ese control de la palabra se les iba de las manos. Mi comprensión y aceptación de esto siempre ha sido más sencilla por pura traslación de cómo funciona mi mente: entendía perfectamente a esos adolescentes que decían cringe y les agradecía que me hubiesen allanado el camino para, por fin, poder hablar, sin contemplaciones y sin complejos, como siempre había hablado en mi cabeza.

 

Y es que, traducir para mí, en realidad, es un acto que hago casi a contranatura. En realidad, lo hago por necesidad. En parte también por placer, pero ese placer es uno culpable contra el que lucho porque, en realidad, es una alternativa al ideal mental, al deseo ineludible, de que ojalá todo el mundo pudiese tener la amalgama lingüística que tengo yo en la mente. Donde las palabras ni siquiera son palabras, sin formas, son texturas, son todas entidades precisas y razonadas inconscientemente que albergan, cada una de ellas, un universo en sí mismas. Traduzco casi con desazón, porque estoy convirtiendo en otra cosa algo inconvertible que desearía dejar en su forma original.

 

Esa lucha me produce placer cuando el original tiene un error que vislumbro es un error muy particular, porque lo experimento en mi piel: la distancia que existe entre la mente y la palabra y la imposibilidad del escritor de trasladar lo que quiso decir. La insalvable existencia de un pasillo blanco, con puertas a ambos lados, difíciles de abrir, entre lo pensado y lo expresado. Y viceversa. En esas ocasiones, cuando durante una traducción, veo ese camino y, que el final del mismo es distinto al destino que el autor quiso, que en ese pasillo blanco la puerta fue la más próxima a la salida, pero ligeramente divergente, lo ayudo en la traducción, imaginándome en una conversación en la que él me da las gracias porque, al menos para el público en mi idioma, lo que él o ella quiso decir fue dicho. Pero, seamos realistas, eso pasa en pocas ocasiones, en otras, imagino la misma conversación, pero en el segundo caso, estoy sentada con el autor pidiéndole disculpas por no haber sido capaz de sortear la distancia entre mi mente-amalgama y las palabras que he colocado en el papel. Pidiéndole perdón por faltar a su verdad, pero también exigiéndole compasión porque no había otra manera, porque la culpa casi nunca es mía, casi siempre es de las lenguas que no conservan la misma textura ni sabor ni color cuando mutan y toman el relevo.

 

Lo positivo de esto es que una sabe que estos diálogos son tan certeros como íntimos, y que pocos son los que saben de su existencia y, menos aún, los humanos que te leen y atisban los tuyos. A veces, le muestras tu conflicto y tu derrota de antemano a un colega, casi con la certeza de que te dirá: «Compañera, has hecho lo que yo hubiera hecho», pero también ocurre a veces que él o ella te da una alternativa que es como un oasis en medio del desierto, como una luz que aparece en una hendidura o en una grieta en la tierra, dan con una solución tan perfecta, que la traducción deja de ser amalgama y se convierte en una fórmula matemática perfecta y satisfactoria, casi como una comunión, un agradecimiento, un brindar con una copa del mejor champán con tu amigo-compañero y con el autor, y los tres celebrar una victoria tan insospechada como improbable. 

 

La traducción es, por encima de todo, un acto íntimo, una batalla amistosa, una cita donde ambos ganan y pierden pero nunca vuelven a ser los mismos. A los traductores nos une un hilo invisible que a la vez nos separa del resto de las personas. Estamos entre los demás, buscando cosas en común y disfrutando de las tardes soleadas, las tapas en una terraza y las risas con los amigos, pero, a la vez, por dentro estamos solos, en un mundo paralelo de desdoblamientos, ausencias y victorias. Traducir siempre es difícil, rara es la ocasión en la que todo fluye y nada es esquivado, transmutado o aceptado a regañadientes. Y, a veces, cuando tienes la sensación de que, por fin, esta va a ser la ocasión en la que suceda la perfección, encuentras la palabra-piedra que te devuelve a la realidad y añade una muesca a tu tolerancia a la frustración.

 

Por eso entiendo tan bien a esos jóvenes que dicen cringe, porque en sus mentes tiene una textura que jamás tendrá «vergüenza ajena». Porque no son lo mismo, porque no viven en el mismo espacio mental, y no tendrían por qué. Quizás, lo mejor, dejando de lado muchas otras consideraciones, sería aceptar y abrazar que este extraño esperanto moderno de las redes sociales es, al menos en eso, un lugar donde las texturas de las palabras son todas palpables e inmutables. Donde no es necesario traducir, sino sentir. Y eso, quizás, nos daría los traductores un respiro y una victoria merecida.

 

 

 


Alba Sabina Pérez

 

Alba Sabina Pérez (Tenerife, 1984) es comunicadora, escritora y traductora, licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros Porta, Algo que contar (2009), el libro de relatos ¿Quién cuidará de mis guardianes? (2013), la novela Silence (2014) y los libros de poesía Ya nadie lee a Pentti Saaritsa (2015), Personne (2019), El año rojo (2019) y Zonas de incertidumbre (2020, Premio de poesía Pedro García Cabrera en 2018). También ha sido editora, junto a la doctora Yasmina Romero Morales, del libro de investigación 20 escritoras canarias del siglo XXI: de la invisibilización al reconocimiento (2019). Ha traducido a Scott Fitzgerald, Katherine Mansfield, H.G. Wells, Washington Irving y Wilkie Collins y numerosas películas, series y documentales.